“Si quieres saber cómo es realmente alguien, sólo tienes que observar cómo te trata cuando ya no te necesita”.
—R. Tagore—
Ernest se pronuncia “Ernest” en inglés y significa “Ernesto” (nombre propio), mientras que earnest también se pronuncia “ernest”, pero significa “serio”. Se trata de un juego de palabras que esconde una enseñanza notable y digna de ser recordada en nuestros días.
Oscar Wilde, con su obra “The importance of being Earnest”, que ha sido traducida al castellano como “La importancia de llamarse Ernesto”, pero que en realidad implica “La importancia de ser serio”, nos ofrece una comedia ligera en apariencia, pero que en realidad encierra profundas lecciones sobre identidad, honestidad, seriedad y las normas sociales.
Aunque ambientada en la Inglaterra victoriana (1837-1901) las ideas que presenta son sorprendentemente actuales. Vivimos en una era donde la imagen y las apariencias son tan importantes como en aquella época, quizá más, dadas las dinámicas de la modernidad.
Los personajes, enredados en sus propias mentiras para escapar de las realidades, nos presionan constantemente a vivir bajo máscaras, con papeles diversos: lo que dicen que somos, lo que queremos ser y lo que en realidad somos.
La identidad no es solo lo que mostramos, sino también lo que somos en nuestro núcleo. La influencia de las redes sociales y la necesidad de aceptación moldean no solo cómo nos perciben los otros, sino también cómo nos percibimos nosotros mismos.
Debemos cuestionarnos sobre la fragilidad de las identidades construidas para complacer a terceros, así como también hasta qué punto lo que proyectamos es auténtico y sincero.
En la actualidad los nombres sonoros, los títulos y las apariencias pueden parecer más importantes que la honestidad y los principios. Este metamensaje es relevante para aquellos que ocupan posiciones de poder, ya sean públicas o privadas.
La grandeza no reside en las palabras vacías, sino en la coherencia entre el discurso y la acción. Es vital demostrar que lo que se dice ha sido cumplido cuando se han ocupado posiciones importantes, ya sea en el Estado o en el sector privado.
Las nuevas generaciones necesitan ejemplos de vida que les ayuden a discernir entre lo que es realmente valioso para el bien común y lo que no lo es. Las críticas, necesarias en una sociedad en proceso de crecimiento, deben ir acompañadas de soluciones concretas que aporten al progreso y al bienestar colectivo.
En nuestra realidad, la mayoría de los dominicanos son personas trabajadoras y comprometidas con sus familias. Existen tendencias positivas como la honestidad, la solidaridad, la cooperación y la compasión, que deberían compensar la corrupción, la ingratitud y la holgazanería. En el mundo hay de todo.
Un ejemplo claro es la diáspora dominicana, que sigue enviando remesas para apoyar a sus seres queridos. Estos gestos muestran que el amor por la familia permanece en la identidad del dominicano, a pesar del infortunio.
Generalizar es una de las formas de desfigurar la identidad. Además de reflejar resentimiento, es un error porque simplifica excesivamente la realidad, ignorando los matices y las excepciones que hacen única a cada situación o persona.
Cuando se generaliza, se corre el riesgo de tomar una muestra limitada o un hecho particular y aplicarlo de forma indiscriminada a todo un grupo o contexto, lo que puede llevar a cometer injusticias.
Al analizar cada situación por sus propios méritos y características, se puede evitar el error de caer en la generalización y, en su lugar, promover un juicio más informado y respetuoso hacia la diversidad de personas y circunstancias que conforman el universo bajo análisis.
Sólo a través de una conciencia social construida con principios éticos y valores, podremos erradicar la permisividad ante los grandes males que afectan a la sociedad. Es fundamental que esta educación comience en la familia, para luego ser reforzada en el sistema educativo, garantizando formar ciudadanos comprometidos con el bien común.
La importancia de llamarse Ernesto (y de ser serio u honesto) es un recordatorio de que, al final, lo que realmente importa no es la apariencia o el nombre que llevamos, sino la verdadera autenticidad con la que vivimos y el impacto positivo que dejamos en quienes nos rodean y para la posteridad.