A veces se atribuye a la suerte el éxito obtenido por alguien. Pocas personas se detienen a observar qué historia hay detrás de una meta lograda. La que ampara a Víctor Manuel Pascual Ernesto Espinal García, a quienes todos conocen ahora como ‘El Chivirico Mayor’, es de esfuerzo, de perseverancia, de “yo puedo”, “lo intentaré de nuevo”, “no me doy por vencido”…
Con un carisma innato y una simpatía que desborda visitó la Redacción de LISTÍN DIARIO, no para hablar de negocios ni de logros. Lo hizo para contar por todo lo que ha tenido que pasar hasta llegar a convertirse en un ejemplo de superación y desarrollo en la comunidad de Yaguate, San Cristóbal.
Llegó muy bien puesto. Con una chaqueta crema, muy moderna. La llevaba sobre una camisa azul marino a juego con su pantalón del mismo color, aunque más intenso; una corbata amarilla y, por supuesto, con su eterno “acompañante”: un sombrero insignia de su negocio.
Es un hombre agradecido. Invitó a su hijo Román para que lo acompañara a contar su historia. “Porque mis hijos no pueden quedarse. Tengo seis, y todos son profesionales. Los crie en Villa Consuelo”. Este lugar fue uno de los tantos en los que ha vivido el hombre que nació en Santiago, fue declarado en Salcedo y ha residido en casi todo el país por ser hijo de un servidor público que trabaja en la antes llamada, Secretaría de Agricultura.

Este comentario lo exponía mientras caminaba hacia el espacio donde había de hacerse la entrevista. Se acomodó sin dejar de hablar de lo que más lo enorgullece: su familia. Pedirle su nombre completo era lo correcto. Como un hombre que no pasa por alto ningún detalle, se despachó preguntando: “¿Completo?”. Sí, se le respondió sin saber lo que venía. “Mi nombre es Víctor Manuel Pascual Ernesto Espinal García”. Se sonrió.
La quiebra total
Había que entrar en materia. “Yo me dedicaba a la agricultura. Me iba muy bien, tenía mi camioneta y trabajaba mucho para salir adelante. Recuerdo que cuando venía a la capital, desde San Cristóbal, a venderles a unos supermercados muy conocidos, cuando iba en el camino contaba el dinero una y otra vez porque me lo encontraba mucho”. Se iba feliz hasta con 700 pesos, que era demasiado en ese tiempo.
Nunca imaginó don Víctor que esa bonanza tenía fecha de caducidad. Era el año 1979 el que pondría fin a días y noches de sacrificio, de entrega y de un trabajo fuerte que estaba dando sus frutos. El 31 de agosto de ese año pasó por República Dominicana, uno de los huracanes más desastrosos de la historia. A su paso dejó muerte, miseria, tristeza, pérdidas materiales y mucha desolación.
El dueño de este relato fue una de sus víctimas. Lo dejó en la quiebra total. “Cuando pasó el ciclón David por el país, me lo llevó todo. Eran 110 tareas. Sólo me quedó el vehículo”. Esa estocada lo debilitó, pero no lo derrotó.

Ponerse las manos en la cabeza en señal de desesperación es lo que cualquiera haría en un momento como ese. Don Víctor no lo hizo. Sus brazos seguían dispuestos a trabajar. No en la tierra. El fenómeno acabó con la capa vegetal y no había forma alguna de que se diera alguna cosecha.
Eso sí, hasta de las situaciones difíciles, el protagonista de esta historia saca algo positivo. “Poco antes de pasar el ciclón, una persona me ofreció comprarme un furgón de auyama. Yo muy contento porque era un negocio que prometía ser bueno. Pero vino el huracán y no se dio. Después me di cuenta que gracias a eso, aunque no era lo que nadie quería, Dios me cuidó de caer preso, porque luego supe que a esa persona la agarraron presa por negocios ilícitos”. Cree en que el plan divino siempre es el mejor aunque no se comprenda en el momento.
Vino a la capital. Agarró lo único que tenía: su vehículo. “Me puse a dar clase de manejo. Enseñaba, sobre todo, a mujeres a conducir. Eso sí, los colegas de las escuelas de choferes me hacían ‘bullying’, que antes no le decían así, pero era eso. Me decían ‘el jabao’, eso me daba una cuerda, me molestaba bastante, pero al mismo tiempo me ayuda a poner en marcha mi creatividad”. Tanto es así que, para evitar la burla, le puso ‘El Jabao’ a la camioneta que le permitía tener una escuela de choferes rodante al hoy exitoso propietario de La Chivería.
Apoyo y premios
Don Víctor es miembro honorifico del Cuerpo de Bomberos de San Cristóbal, es miembro de la Cámara de Comercio; de la Junta Agroempresarial Dominicana (JAD), de la Cooperativa Central, y de otras entidades. En su negocio reposan múltiples premios que hablan, no de su éxito, sino de su perseverancia.
“Si tú no puedes ir a la universidad, la formación técnica te puede ayudar a superarte”
A don Víctor Espinal no se le preguntó su edad. En él funciona a la perfección el dicho de que ésta es sólo un número. Su energía, su alegría y su espíritu emprendedor ha desafiado los embates del tiempo.
No todo el mundo puede cantar ¡victoria!, después de haber quedado en la quiebra, y fracasar en tantos negocios que hasta él mismo ha perdido la cuenta de cuántos son. Fue su hijo Román quien lo ayudó a enumerar algunos. “Él ha tenido heladería, pizzería, centro de Internet, de llamadas, de llaves, escuela de choferes… Y hasta zapatero fue”. Lo dice con un evidente orgullo por su padre.

Al recordar que fue zapatero, el dueño de este relato, lo sazona un poco. “Ay sí, pero verdad, y mucho que duré trabajando en eso y no me iba tan mal”. Había que reírse porque la jocosidad con que trajo su duro pasado a este presente de éxito, es digno de admirar.
En algo que abundó y que sí empezó hacerlo luego de los estragos del ciclón David y que hoy aún lo hace, fue en su incursión como técnico aduanero. “Es un trabajo que me enseñó Danilo Ruiz, a quien le agradezco, porque es un área que me gusta y que desempeño junto al negocio”. Está certificado como agente aduanero.
Toda esta experiencia que, a lo largo de los años ha acumulado don Víctor, hoy lo llevan a reflexionar sobre la perseverancia. Fue esta la mejor arma a la que echó mano para salir adelante luego de muchos fracasos. No pudo ir a la universidad a hacerse de una carrera, pero eso no fue excusa para ir tras la superación.
Hoy, cuando se le pregunta sobre qué le gustaría compartir con los jóvenes de esta sociedad, de toda su sapiencia, no duda en decir: “Que se formen, que aprendan, que si no pueden estudiar en la universidad, que sepan que la formación técnica ayuda. Que sean positivos, que trabajen por lo que quieren, que sean creativos, que crean en la familia, y sobre todo, que tengan fe”. Al decir esto con mucho fervor, su hijo Román lo mira, y su gesto muestra que ahí es que comprende mejor, el porqué de la grandeza de su padre.
Cómo nace el proyecto que décadas después, le da el éxito

Román, Laura, Ernesto y Cristina son los cuatro hijos biológicos de don Víctor. Tiene dos de crianza y muchos otros que se añaden. Además de compartir la sangre que corre por sus venas, comparten la pasión de mantener vivo un proyecto que se monta en el trípode de la gastronomía y el turismo; la preservación del verde y el valor familiar.
Todos están en la misma línea junto a su padre para continuar fortaleciendo un lugar que, en la pandemia por el coronavirus, llegó para quedarse. Lo que era antes un negocio de chivos y tilapias, se convirtió en un comedor llamado ‘Villa Sofía’.
Al ser un lugar donde los chivos estaban a sus anchas, muchos relacionaban el espacio con ellos. Llegó un momento en que se convirtieron en los protagonistas del lugar. Es tanto así que, “los niños que pasaban por ahí decían que andaban por la ‘chivería’, y no hubo forma de que le dijeran el nombre al lugar”. De esta manera, visionario y creativo al fin, don Víctor le dijo a Román que había que ponerle ese nombre.
El éxito ha sido tal que, esas 30 sillas que acogían a quienes buscaban respirar aire puro y degustar un plato de chivo o de tilapias en esos momentos de encierro, cuatro años después se han elevado a 900 asientos para igual número de comensales. Pero no sólo eso. La Chivería es ahora la fuente de trabajo más grande que tiene Yaguate.
Tiene más de 100 empleados directos, y otros indirectos, como son los de las bandas de música que tocan para animar. Además, cuentan con artesanos, y con artistas del pincel que se encargan de embellecer la estructura. Maikol, Cheo y Kali son tres de los que hacen que entre colores y sabores allí se viva una experiencia multisensorial que, junto a creatividad de ‘El Chivirico Mayor’ hablan de aporte y de progreso.