Por: Richard Gonell
Hay historias que la literatura creó como advertencia moral y que la realidad, con cinismo, se empeña en repetir. Frankenstein, la obra de Mary Shelley, no habla solo de un monstruo, sino de la irresponsabilidad de quien lo crea y luego pretende desentenderse de sus consecuencias. Hoy, el escándalo que sacude al Seguro Nacional de Salud (SENASA) parece caminar por esa misma senda peligrosa.
Las acusaciones sobre la estructuración de esquemas de corrupción con empresas que habrían facturado miles de millones de pesos revelan algo más profundo que un simple caso administrativo: exponen cómo una institución creada para proteger a los más vulnerables puede transformarse en un monstruo que los devora. Durante la gestión del doctor Santiago Hazim, entonces director de SENASA, se habrían permitido, según las denuncias e investigaciones en curso; prácticas que desnaturalizaron el propósito esencial del sistema de salud pública.
Como Víctor Frankenstein, el poder político y técnico creó una estructura enorme, poderosa y bien financiada. Pero en lugar de vigilarla con ética y responsabilidad, la dejó crecer sin control. El resultado, de confirmarse los señalamientos, sería un sistema capturado por intereses privados, donde la salud dejó de ser un derecho para convertirse en un negocio voraz.
Lo más grave no es solo el dinero presuntamente desviado, sino la herida moral que esto deja en la identidad dominicana. En un país del tercer mundo, donde la mayoría depende del sistema público para vivir con dignidad, cada peso mal usado es una traición directa a la esperanza colectiva. Y cuando quienes juran respetar la Constitución y apelan a Dios como testigo terminan —metafóricamente— rindiendo culto al dinero y a la impunidad, el daño es doble: material y espiritual.
Este caso debe servir de lección.
No basta con crear instituciones; hay que humanizarlas, vigilarlas y castigarlas cuando fallan. De lo contrario, el Frankenstein de la corrupción seguirá caminando libre, destruyendo la confianza pública y recordándonos, una y otra vez, que los verdaderos monstruos no nacen: se construyen desde el poder.