Este domingo, en la memoria del mundo y del Gran Tiempo, se recuerda el apoteósico momento de la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén, una entrada con vítores y cantos de alabanza. Una multitud ávida de amor y servicios le seguía.
Una multitud que solo veía los prodigios de sus milagros, pero sin penetrar en la verdadera esencia de su servicio, porque algunos de ellos vociferaron luego: “¡Crucificadle!”. Jesús, el Hijo de Dios, que encarna al Cristo, entraba en un asnillo, acompañado del aura del amor y la extrema humildad de los grandes.
Grande en la excelsitud del modelo de vida que enseñaba con su propia vida. Sí, que Jesús escuchaba las hosannas, pero en lo entrañable de su haber, estaba diseñada la cruenta pasión que viviría. Y aun así, su amor lo presionaba a salvar al mundo y la humanidad.
Fue su decisión y la voluntad de su Padre, quien escuchó el llamado de los hijos, por el dolor y sufrimiento que los carcomía por el dominio de los que se creen los más fuertes para oprimir a los débiles. Hoy, el mundo no escapa a estos estados de delirio, de los que se creen dueños del mundo, negando a los más necesitados.
Jesús, te pedimos por ese tu gran amor a nosotros, ten misericordia, y restaura lo que de valor, amor, compasión y respeto a la vida se han perdido.