La trayectoria de Leandro Díaz lo ha convertido en un rostro reconocido tras su participación en MasterChef República Dominicana, y sus méritos han sido respaldados con premios que avalan su creatividad y compromiso con la gastronomía. Sin embargo, no se limita a la cocina: ha diversificado su talento con iniciativas como la creación de su propia cerveza artesanal, “La Manola”, ampliando su propuesta en torno al disfrute y la cultura del buen vivir.
Con el carisma que lo identifica, asume la cocina como un medio para contar historias a través de los sabores. Su visión se centra en rescatar ingredientes autóctonos y técnicas tradicionales, reinterpretándolos con un lenguaje contemporáneo que se alinea con la tendencia global de revalorizar lo local. Para él, cada plato es una oportunidad de mostrar que la gastronomía dominicana no solo posee riqueza cultural, sino también la capacidad de competir en escenarios internacionales como una propuesta auténtica, innovadora y sofisticada.
Hablemos de sus inicios: ¿qué recuerda de su primer trabajo en Estados Unidos?
(Ríe). ¡Mucho aprendizaje y muchos plátanos dañados! Llegué en los años noventa, lleno de ilusiones. Mi jefe era cubano y siempre me retaba. Un día me mandó a pelar plátanos y yo dañé como treinta de golpe. Pero al número 34 ya me salían perfectos. Eso me enseñó algo: nunca digas que no, adapta tu actitud y dale para adelante. Ese espíritu me ha acompañado siempre.
Usted habla con entusiasmo de la cocina dominicana como un concepto más que un conjunto de platos. ¿Qué significa eso?
Yo siempre digo que el mangú no es solo plátano majado. Es un ritual, una reunión familiar, una historia que se cuenta desde pelar los plátanos hasta que sirves la cebolla por encima. Lo mismo pasa con el sancocho. Cada plato nuestro tiene alegría, música y memoria. Eso es lo que yo defiendo: la cocina como concepto, como cultura viva.
¿Cómo nació esa misión de llevar la gastronomía criolla a los hoteles?
Entre 2015 y 2016 presentamos la plataforma ‘Prueba un chin de RD’. La idea era clara: no teníamos que salir del país para internacionalizar nuestra cocina, los turistas ya venían a nosotros. Entonces, ¿por qué no enamorarlos desde los hoteles, que son su primera parada?
Al principio fue un trabajo titánico. Muchos hoteleros dudaban, no porque no creyeran en la cocina dominicana, sino porque los números mandan. Pero poco a poco fueron abriendo las puertas. Lo que comenzó como una simple estación de mangú con identidad dominicana, hoy es una cadena de experiencias gastronómicas dentro de grandes marcas. Y te digo algo: el hotel que no entienda que necesita un concepto local, se va a quedar fuera de competencia.
¿Qué fue lo más retador en este camino?
Convencer. Hacer que la gente creyera en nuestra visión. Hubo momentos en que me hicieron hasta burla, pero la perseverancia rindió frutos. Hoy los restaurantes dominicanos en hoteles reciben las mejores puntuaciones de los huéspedes. Eso me da orgullo porque significa que el turista agradece vivir una experiencia criolla con todo el lujo y seguridad del hotel.
Usted se define como patriota desde la cocina. ¿Cómo combina esa identidad con su estilo personal?
De manera natural. Yo soy feliz cocinando lo nuestro, porque cuando preparo un mangú o un chivo guisado no lo hago solo por mí, lo hago por todos los dominicanos que me dan la oportunidad de representarlos. Esa es mi mayor satisfacción.
¿Qué significa para usted este momento que vive la gastronomía dominicana?
Un despertar. Hace diez años nadie pagaba por un mangú en un restaurante. Hoy no solo lo piden, sino que lo celebran. Lo mismo pasa con el chivo, el chenchén, todos esos platos que antes eran “de campo”. El dominicano comenzó a valorarlos y el turista los disfruta con fascinación. Pero falta algo: institucionalidad. Necesitamos que Estado, sector privado y academias trabajen juntos. Imagínate que en cada aeropuerto una valla dijera: Bienvenido a la tierra del mangú. Sería poderoso.
En lo personal, ¿cuál ha sido el mejor consejo que ha recibido en su carrera?
Que nunca deje de ser yo. Que no pierda mi alegría ni mi esencia. Esa autenticidad me ha abierto puertas y me ha protegido en un sector muy competitivo. Yo siempre digo: haz lo tuyo, sé fiel a tu estilo, lo demás llega solo.
¿Y su valor innegociable?
La lealtad. Aprendí cuánto duele una traición y desde entonces entendí que la lealtad no tiene precio. Prefiero tener menos gente a mí alrededor, pero que sean leales.
A los jóvenes cocineros que hoy sueñan con hacer carrera, ¿qué mensaje les deja?
Que disfruten, que aprendan de todas las cocinas del mundo, pero que nunca olviden que la patria los necesita. Yo creo que en pocos años habrá restaurantes dominicanos en Suiza, Alemania o Estados Unidos, y que los cocineros jóvenes se harán ricos contando la historia de sus abuelas y de sus pueblos a través de un plato. Lo mejor está por venir, y yo trabajo para ese futuro.