Si no fuera por el rifle que carga, se podría creer que es menor de edad. Lleva ropa de civil, amplio acné en el rostro y unos ojos celestes que aún no despiertan en la adultez y que cargan con el peso de toda una nación.
Camina con naturalidad hasta sentarse en un café a compartir sonrisas con unos conocidos. Otro muchacho se desmonta de su auto, algo ajetreado, se tercia un rifle similar y acelera el paso hasta perderse en una callejuela.
El lugar por el que atraviesa tiene un bajante con rostros de parte de los 20 rehenes que todavía están en manos del grupo islamista Hamás, con quienes Israel vive una recrudecida guerra desde el 7 de octubre de 2023.

Ese bajante en esa callecita se replica en muchos otros lugares, en diferentes tamaños: en el aeropuerto de Tel Aviv, a la llegada y a la salida del país; en las paredes que lucen abandonadas o incluso en Kikar HaHatufim o Plaza de los Secuestrados, ubicada justo frente al cuartel general de las Fuerzas de Defensa de Israel, donde son acompañados por un reloj digital que cuenta cada segundo que tienen fuera de casa.
Si no fuera por esos carteles, y por los chicos jovencísimos que andan con fusiles sobre los hombros, se podría creer que Israel es un país en paz.
Nada más alejado de la realidad.
Esa mañana de septiembre, las alertas de los teléfonos móviles habían avisado de un ataque proveniente de Yemen y se esperaba que el primer ministro y las fuerzas armadas dieran en cualquier momento la orden para entrar por tierra a Gaza, cosa que finalmente ocurrió.
En días anteriores, Israel había atacado el territorio de Catar tratando de eliminar a integrantes del grupo Hamás.
A esa decisión le temían padres y sus hijos, pero ya era inminente.
Dentro de la franja, la desgracia.
Más de 450,000 desplazados hacia el sur ante la advertencia de incursión y de barrido de las fuerzas israelíes. Antes han soportado el bombardeo constante a las edificaciones altas que les servían de referencia, que bien podían ser hospitales o viviendas, y que ahora son montañas de polvo y escombros.

Sigue el grito de organismos internacionales sobre la hambruna en el territorio gazatí, y el ejército de Israel muestra en Kerem Shalom las toneladas de ayuda humanitaria que aseguran están listas para pasar.
Aunque todo se viste de cierta tranquilidad, el drama está cerca y se siente en cualquier rutinaria conversación.
En una charla informal, un hombre admite haber retrasado la decisión de ser padre hasta que se firmaron los acuerdos de Oslo en 1993 entre Palestina e Israel, cuando le renació la fe en un futuro tranquilo en el que echar raíces.
Ese mismo padre es el que se describe indefenso al negarle el préstamo de su auto a su hija, ya entrenada por el ejército para estar al mando en un tanque de guerra y decidir por su vida, por la de los otros ocupantes del carro de acero y por los que se les crucen al centro.
A kilómetros de ahí, otro padre espera por la llamada de su hijo, enrolado también en el ejército.
Cuando esa señal entre en su aparato, significará que ya no hay marcha atrás y que entrará por cuarta vez a Gaza.
Todo sucede en una cotidianidad extraña o inusual para quien no está acostumbrado.

Por las mañanas, la gente sale a ejercitarse a las playas de Tel Aviv. Unos van en trote por carriles especiales y otros juegan al “footvolley”, un deporte casi igual al voleibol tradicional, pero en el que solo se pueden utilizar las piernas, nunca las manos.
Si llegan alertas a los teléfonos, se revisan con naturalidad. Si el peligro es inminente, se toma rumbo a los refugios.
Y con todo eso sucediendo en el territorio, a nivel internacional las alertas siguen encendidas: la presión internacional crece para que se detenga el desplazamiento de poblaciones, se produzca un cese al fuego y se comience la reconstrucción de un pueblo casi borrado.
La resistencia pública la pone el premier israelí, Benjamin Netanyahu, quien desde el podio principal de Naciones Unidas dice estar cerca de “terminar el trabajo” en Gaza.
Al norte del país, un hombre ya retirado de las fuerzas militares tranquiliza a unos periodistas extranjeros que han escuchado varias detonaciones en la frontera con el Líbano. “Eso fue cerca”, atina a decir uno de los comunicadores.
“No, esa fue a 10 kilómetros de aquí”, corrige el veterano hombre de la inteligencia israelí. “Ustedes están seguros en esta parte”, concluye.
Ese tranquilo llega luego de serios bombardeos focalizados al grupo islamista Hezbolá, que contenía una de las fuerzas paramilitares más poderosas de la región.
Se pudiera escribir que la cotidianidad aquí no es señal de normalidad, sino de tragedia que se ha vuelto rutina. O que la guerra no es un paréntesis, sino texto central de sus vidas.
Con tantas amenazas sueltas, lo seguro que heredarán los hijos de aquella chica de ojos azules, al igual que los del muchacho que iba con prisa, serán sus uniformes.