En pleno siglo XXI vemos un retroceso en la forma en que las naciones resuelven sus problemas, sean estos de carácter doméstico o internacional. Los organismos internacionales resultan inoperantes ante crisis importantes.
En la Edad Moderna –marcada en su inicio por la Revolución Francesa (1789)– se dieron grandes avances, como el llamado Renacimiento y la Revolución Industrial. Fue una época en la que se aprecia en la historia el inicio de la organización de las sociedades y comienza a cobrar importancia el humanismo, entre los muchos avances que marcan la época.
Ya en la Edad Contemporánea –principia en el siglo XIX– parece que el mundo entra en una era de grandes movimientos. Surgen las repúblicas, se consolida la democracia, pero también brotan los regímenes autocráticos, ya sea de corte capitalista o comunista. Estallan dos guerras mundiales (1914-1918 y 1939-1945), y un sinnúmero de guerras focales, en medio de esfuerzos multilaterales para crear organismos internacionales, precisamente para prevenir o impedir este tipo de conflictos bélicos.
El ser humano ha visto en esta época los avances más prodigiosos en tecnología, pero ha sido incapaz de encontrar un canal adecuado y eficiente para resolver sus diferencias, defender la democracia e impedir invasiones, guerras y los abusos entre las naciones y sobre las personas.
En 1945, tras la Segunda Guerra Mundial, se crea la Organización de Naciones Unidas (ONU), que destaca en su carta constitutiva –artículo 1º.– que su principal finalidad es la de “mantener la paz y seguridad internacionales”. Apenas tres años después, nace la Organización de Estados Americanos (OEA) que, de alguna manera, se ha convertido en una especie de “defensora de la democracia” en el Continente. Ambas organizaciones tienen como principio la labor diplomática para lograr sus objetivos.
En ese sentido, vemos que, transcurrido casi el primer cuarto del siglo XXI, esos dos fines supremos de los organismos mencionados parecen más una utopía que algo concreto y tangible que se esté alcanzando. La vía diplomática no ha funcionado como se esperaba o creía y la lista de guerras o conflictos bélicos es muy larga: Corea, Vietnam, guerra de los Seis Días, Yom Kipur, guerra entre Irán e Irak, Afganistán, las Malvinas, guerra del Golfo, Bosnia, Kosovo, entre las más significativas.
Sin embargo, ahora mismo hay dos focos de guerra que han colocado al mundo en el punto más cercano a una confrontación global como nunca, desde la Segunda Guerra Mundial: la invasión rusa a Ucrania y la crisis de Medio Oriente, que tiene a Israel peleando en dos frentes: en la Franja de Gaza con las fuerzas palestinas de Hamás y en el sur del Líbano con el grupo armado libanés Hezbolá, apoyado por Irán y Siria.
En ambos casos han fracasado todos los esfuerzos diplomáticos para lograr un alto el fuego o el fin del conflicto.
Vladimir Putin y Rusia se han negado a negociar por la vía diplomática y de poco ha servido la intervención de la ONU. Ni siquiera las sanciones económicas han cambiado el rumbo de la guerra, pues la amenaza de Moscú de utilizar armas nucleares si hay otro tipo de intervención de occidente, hacen temer lo peor. Las resoluciones de la Asamblea General de Naciones Unidas son ignoradas, lo mismo que el llamado de algunos países de manera directa fuera de ese organismo.
Algo parecido ha sucedido con el conflicto de Medio Oriente. Israel ha ignorado las voces de la ONU, lo mismo que de gobiernos amigos, como Estados Unidos, y no se ha podido siquiera alcanzar un cese de fuego en Gaza, mientras ahora se ve una escalada en el conflicto que podría alcanzar dimensiones altamente peligrosas.
La diplomacia no funciona, como no funcionaba en la edad media para impedir guerras. La modernidad, la tecnología y demás, no hacen que el comportamiento humano cambie para mejor.
Lo mismo sucede cuando vemos el retroceso que ha sufrido la democracia. La autocracia, que debería desaparecer, tiende a generalizarse. En el siglo XX en América, Cuba era el único país fuera de la OEA por la dictadura castrista. En las últimas dos décadas hemos visto como Nicaragua y Venezuela abandonan ese foro regional, y se resisten a respetar la voluntad de sus pueblos expresadas por medio de elecciones, que no resultan libres y limpias.
Ahora mismo, Nicolás Maduro y el chavismo enfrentan una embestida internacional, pero la vía diplomática no incide siquiera para que Venezuela pueda retomar la vía democrática. El fraude electoral fue evidente, pero poco o nada le importan a Maduro lo que digan sus vecinos. Incluso en los últimos dos meses ha roto relaciones con varios países y ha llevado la confrontación a tal punto que en Caracas se ha girado una orden de captura contra el presidente argentino Javier Milei.
Dictadores, gobernantes autocráticos y regímenes intolerantes no se detienen ni escuchan las voces disonantes. La pregunta que podemos plantear en este momento es: ¿Qué deben hacer la ONU, la OEA y los países en general, para lograr que sus voces sean escuchadas? Lo perfecto no existe, pero es evidente que hay que afinar los mecanismos para que la diplomacia pueda incidir más en los conflictos, sean estos nacionales o internacionales.