Hay personas que, como ciertos versos, se presentan con una imagen bella pero vacía. Se visten de ternura, de espiritualidad, de profundidad emocional. Hablan suave, se expresan con frases elaboradas, y parecen navegar —como un bergantín— entre las miradas de quienes les creen. Pero no es rima lo que hay en ellos. Es estrategia.
El simulador construye una metáfora de sí mismo: finge humildad, sugiere desprendimiento, y se oculta bajo el disfraz del que solo busca amar o servir. Pero su lenguaje, como sus gestos, carece de verdad. Todo en él es forma sin fondo, apariencia sin compromiso, palabras que flotan, pero no tocan tierra. No hay profundidad en lo que dice. Solo repetición de lo que otros quieren oír.
No arriesga. No se entrega. Todo está medido, calculado, armado para agradar. Como una tonada pobremente trabajada, su discurso no tiene ritmo, ni tensión, ni autenticidad. No genera eco, no deja huella. Y cuando parece que ancora —cuando promete quedarse— es solo parte de la escena: recogerá su velamen en cuanto haya conseguido lo que quería.
En el fondo, su “espiritualidad” no es experiencia, es herramienta. Su “bondad” no es virtud, es estrategia de acceso. Como aquella tonada que parece profunda, pero al releerla se descubre superficial, esta persona no busca amar, sino agradar; no busca dar, sino obtener; no vive el amor, lo imita.
Y lo peor: siempre hay quien le cree. Porque el simulador no grita, no golpea. Seduce. Y cuando destruye, lo hace con una sonrisa.