Aunque no formaban parte de las actividades económicas formalmente reconocidas, las guerras podían ser un importante mecanismo para incrementar el nivel de vida de los combatientes victoriosos. Sucedía así en diferentes contextos, fuesen éstos los conflictos entre tribus, ciudades o países, según la época en que ocurrieron. El lado triunfador se apropiaba de recursos pertenecientes al otro bando, incluyendo en muchos casos a su fuerza laboral.
De hecho, numerosos conflictos tuvieron una motivación económica, guiados por la meta de conquistar territorios, subyugar poblaciones y conseguir riquezas.
En cierto modo esas guerras tenían mucho en común con los proyectos de inversión de las empresas. Había, obviamente, que invertir en armamento, medios de transporte y en el sustento de los ejércitos, pero existía la expectativa de recuperar con creces lo gastado. El objetivo económico podía ser ocultado por consideraciones de legítima defensa ante supuestas agresiones, o acompañado por motivos religiosos o de otros tipos, pero el propósito fundamental quedaba en evidencia durante y después de las hostilidades, aunque fuera disfrazado como reparaciones recibidas por supuestos perjuicios sufridos.
Y de paso las guerras podían servir también para consolidar el predominio político, económico y social de los gobernantes y sus segmentos allegados, pudiendo permitir la eliminación o supresión de fuerzas antagónicas, tanto internas como externas, así como el fortalecimiento de identidades grupales o nacionales vinculadas a los dirigentes. En ese sentido, el objetivo de preservar la unidad hacía posible censurar o reprimir personas y sectores opuestos a los regímenes existentes, contribuyendo de ese modo a la consolidación de las estructuras sociopolíticas prevalecientes.
Se estudia ahora, sin embargo, si la rentabilidad económica de las guerras continúa siendo una motivación válida. Evaluaciones de conflictos actuales o recientes, en Asia, Europa y el Medio Oriente, ponen en duda la recuperación de los gastos en que las partes, aun las victoriosas, han incurrido. De ser así, podría parecer que la remoción o reducción de dicha rentabilidad haría del mundo un lugar más pacífico, dado que los costos asociados con los conflictos implicarían deterioros no compensados en los niveles de vida de los combatientes. Pero se observa, por el contrario, que el predominio de motivaciones no económicas disminuye la capacidad de evaluar las decisiones de los beligerantes, haciendo que las guerras sean más irracionales y menos predecibles.