Sobrecogido por un repunte de crímenes y diversas tipologías delictivas que han tomado rumbo sin freno por todo el país, el presidente Luis Abinader ha respondido con contundencia a este siniestro problema, poniendo de pie y en llamado de acción a la fuerza militar para encarar con resolución este peligroso desafío a su gobierno y al país.
Más que su presencia el pasado jueves, junto a altos rangos de policía y militares, los gestos y el tono de firmeza usado para advertir a los delincuentes de entregarse o serán capturados, dejó clara su determinación de parar este aborrecible mal que agobia a los ciudadanos y ensombrece la paz social.
Hasta hace poco más de dos meses, el país se había desahogado un poco de su pesadumbre cotidiana, ante una leve caída de la criminalidad y el delito, pero la irrupción de un vendaval de sucesos violentos, justamente desde los cuarteles policiales, se extendió rápido hacia otros ámbitos del territorio.
Con este problema encima, el Gobierno del presidente Luis Abinader ha tenido que encarar, durante sus primeros 20 meses, tres adversidades muy dañinas que, de alguna manera, le han sustraído simpatías populares que podrían arrastrar costos políticos futuros.
Abinader asumió el destino del país bajo la plaga pandémica del coronavirus, poco después creció el enojo de la población por la espiral alcista de los precios de la comida y de los combustibles, depreciando así el valor de su poder adquisitivo, y ahora le cae como un martillazo este degradante mal delictivo.
Para combatir esta última desgracia, el mandatario, invocando una medida de efectos pasajeros bien demostrado en la práctica, anunció el despliegue de las fuerzas militares a las calles, junto a la Policía Nacional.
Previo a esto, su primera nota de agrado la marcó su sinceridad cuando reconoció que el problema de la delincuencia es real y que, durante las últimas tres semanas, esta ha experimentado “un aumento significativo”.
En consecuencia, de nuevo, guardias y policías han vuelto a las calles para enfrentar la delincuencia, y esta vez tendrán de aliados un paquete de recursos tecnológicos y de inteligencia humana.
Los guardias llegan a tiempo a la caza de los delincuentes porque la Policía no está preparada, ni en número, ni en equipos, ni confianza en un pueblo que aún la sigue mirando con sospecha.
Abinader manejó cuidadosamente su mensaje de estímulo a los militares y a la Policía, interfoliando “respeto a los derechos humanos” y “firmeza en estas circunstancias”.
Quiero decirles, dijo el jefe de Estado, “que confío plenamente en las actuaciones de la Policía Nacional y sé que va a actuar en respeto a los derechos humanos, pero con la firmeza que se necesita en estas circunstancias”.
Con los delincuentes, Abinader manejó con cuidado el mensaje disuasivo, al referirse al deseo de las autoridades de prevenir una medida no deseada, pero marcó línea roja ante criminales y bandoleros al advertir de la indudable decisión de usar el poder de la fuerza pública para castigar con determinación sus acciones ilícitas.
No tuvo el presidente que usar códigos secretos para demandar resultados inmediatos, pero el mando de la Policía y sus oficiales subalternos conocen “al dedillo” lo que hay que hacer para actuar “con la firmeza que se necesita en estas circunstancias”
“Les pido a aquellos que están actuando en nuestros barrios y en nuestros sectores, llevando intranquilidad, que se entreguen de una manera pacífica, porque si no se les va a buscar donde estén”, sentenció el mandatario.
Otra prueba para militares
De todo esto, el movimiento del mandatario deja un poco de incertidumbre respecto a que la presencia militar podría durar poco, y luego de retirados de las calles, como ha ocurrido siempre, las hordas delictivas vuelvan a sus andares.
Siempre ha sido así. Un odioso circulo vicioso que se muda de un extremo a su punto de partida, y todo sigue igual. Esta fue otra medida gubernamental de carácter reactivo ante el desborde de una delincuencia que parecía estar hibernando. Solo será posible contener, y muy improbable eliminar, una envalentonada delincuencia que no teme a una policía vulnerable, en la que parte de su personal ha comulgado siempre con el delito y demuestra resistencia a un cambio.
También, mientras nuestros militares y policías estén en las calles, alertas y previsores, todo estará bien, pero llegado el momento en que las “circunstancias” causen la baja de algún delincuente que haya asaltado, robado o asesinado a algún ciudadano, las notas de condena estarán en línea, todo a nombre de unos derechos humanos de los que parece no tenían derecho las víctimas.
Esto es lo que registra la historia y los hechos están ahí. Ante esto, las autoridades tienen que definir con claridad si lo del despliegue militar será un bálsamo para aplacar la ansiedad de los ciudadanos por este rebrote de delincuencia o si se trata de una campaña sostenida hasta acabar con este infortunio. El presidente Abinader tiene que quitarse de encima, aunque tenga que imponerse a cualquier fuerza de gravedad, este problema de la delincuencia.
Está hoy a 73 días de cumplir sus primeros dos años al frente del Gobierno, encarando y sorteando serias contrariedades naturales, sociales, económicas y políticas que le han robado parte del carisma que lo elevó al pináculo desde que tomó asiento en la Casa de la Delgado.
Luis Abinader es un hombre joven. Este 12 de julio venidero cumple 55 años. Tiene intenciones muy nobles de hacer un buen gobierno. Esos son sus deseos, pero tiene que estar alerta para golpear a tiempo los obstáculos, sin ceder ni temer a presiones, sea dentro o fuera de su propio partido. O desde el exterior.
Su mejor ejemplo es El Salvador, donde su joven presidente, el extrovertido Nayib Armando Bukele, que, como coincidencia, este 24 de julio estará cumpliendo 41 años, se ha enfrentado a todo el mundo defendiendo sus convicciones y sus políticas de Gobierno, la paz de su gente, específicamente aquella contra las más peligrosas del mundo, y está ganando la batalla.
Lo han acusado de dictador, violador de derechos humanos; lo han amenazado de muerte, de bloqueos, y lo denuncian en organismos internacionales. Y aun así, no cede. Su popularidad es una de las más altas en el continente. Bukele vive una gran paradoja: un apoyo alto en su país y críticas a escala internacional.
Su prestigio se disparó estos últimos días cuando, después de haber anunciado el encarcelamiento de miles de pandilleros, emitió un decreto que le dio poderes especiales para combatirlos y amplió el poder de acción de los militares.
“Todas las celdas cerradas 24/7, nadie sale ni al patio. Mensaje para las pandillas: por sus acciones, ahora sus ‘homeboys’ no podrán ver ni un rayo de sol”, ordenó el mandatario, listo a castigarlos hasta donde más les duele. Y esto no quedó ahí, porque Bukele acompañó sus órdenes con una tanda de mensajes a jueces y fiscales, advirtiéndoles de la nueva situación que reina en el país ante la tentación de atender posibles violaciones a los derechos humanos.
“Estaremos pendientes de los jueces que favorezcan delincuentes”, escribió en Twitter. Un día después, hubo decenas de detenidos. La lucha contra la delincuencia en El Salvador de Bukele no sigue allí una ruta de improvisación. Su decisión de mandar más militares y policías a las calles le ha dado resultados tangibles, y ahora está cantando victoria allí.
Tanto éxito en El Salvador, un país con 7 millones de habitantes, donde hay alrededor de 70.000 pandilleros. Mientras, aquí no hay siquiera una idea de cuántos delincuentes sigue fastidiándole la vida a casi 11 millones de ciudadanos.
Si los militares fueran a un patrullaje prolongado, bien pertrechados, y se les dejara acordonar áreas durante buen tiempo, no habría que extender el sufrimiento de tanta gente buena porque los guardias saben cómo hacer su trabajo. Y lo hacen bien, y rápido, sin mucho ruido, a más de ser poco probable que estos afinen amistad, conexiones y alianzas con los bandidos.
Ahí está la clave.