En una época no muy remota el segundo despacho de más importancia en nuestro Palacio Nacional, después del asignado al presidente, era un lugar paradójico: el baño del secretario. El funcionario de mayor jerarquía política del Gobierno despachaba desde el escusado.
Era precisamente el despacho contiguo al del primer mandatario. Así como usted lo lee: el baño del secretario se convirtió de la noche a la mañana en el lugar más emblemático de la operatividad del Gobierno.
Esa oficina estaba ubicada en el ala derecha del segundo piso de la casa de Gobierno, con una puerta interna para entrar directamente al despacho del presidente y un amplio baño.
Ese servicio, además de un mingitorio y un sanitario, contaba con un lavamanos, una mesa larga donde estaba una maquinilla, dos sillones, una nevera ejecutiva y las toallas correspondientes. La ubicación de ese baño era magnífica: al abrir las ventanas el viento soplaba de sur a norte y se divisaba el precioso paisaje del mar Caribe. El mismo servía como oficina con su máquina de escribir, sala, comedor, confesionario, lavabo para los asuntos sanitarios y hasta de alcoba.
Los grandes problemas nacionales y hasta internacionales eran ventilados y resueltos en ese insólito lugar. Todos los asuntos de Estado, desde los más triviales hasta los más fundamentales, se dilucidaban en las cuatro paredes de ese escusado.
La forma de determinar el nivel de confidencialidad de los asuntos que se estaban tratando en un momento dado dependía del grado de apertura de la puerta: si estaba abierta significaba que todos podían entrar; si estaba a medio abrir quien llegaba tenía que preguntar en voz alta si se podía entrar, y cuando estaba cerrada era un asunto de gran profundidad o un momento de intimidad.
Por ese baño desfilaban todos los funcionarios de Gobierno, la jerarquía oficial completa, empresarios, líderes sindicales, curas, directores de medios y hasta la jerarquía militar, ya que había la certeza de que cuando se trataba un asunto en ese sitio, la solución estaba cerca.
En el baño había una maquinilla Olivetti de las viejas, donde el secretario escribía muchas veces los decretos que iba a firmar el presidente. Incluso, un día entro a dilucidar un tema y me dice “espérate un segundo que estoy escribiendo algo”. Una vez concluido lo que estaba mecanografiando, se voltea y me expresa: “lee esto, Miguelito”: Era un decreto sustituyéndose a él mismo y designándose Secretario de Estado de Industria y Comercio.
A veces llegué a presenciar trifulcas entre dos damas que se disputaban pasar al baño en un momento dado, ya que de esa reunión muchas veces dependía su futuro: reinas, famosas profesionales, personas de gran impacto en nuestra sociedad, que tenían un elemento común: su belleza. Al salir del cuarto muchas eran designadas en importantes posiciones oficiales.
El baño del secretario se convirtió en la instancia de poder donde se acudía para efectivamente resolver los más importantes asuntos de la vida nacional.