“Yo vengo de Capotillo”. Comenzó diciendo en una conversación trivial, Giselle Castro, una periodista que llegaba a la Universidad Autónoma de Santo Domingo dejando atrás manifestaciones violentas en el barrio, y a veces llegando a su casa luego de ser testigo de otra revuelta en la UASD.
“Había días que salía de un lío para irme a otro”. Tuvo que vencer obstáculos y peligros para obtener su título profesional. «Nadie se imagina todo lo que he pasado». Se le hace un nudo en la garganta, pero nada que un trago de vino no pueda disolver. Porque esta conversación surgió durante un encuentro entre amigas.
Con su singular forma de hablar da detalles de las tantas veces en las que debajo de su cama encontraba el refugio perfecto para protegerse de una bala perdida.
“Esa ‘sinfonía’ de tiros que escuchábamos constantemente retumbaba en mi cabeza, pero nunca me impidió luchar por mis sueños de convertirme en una profesional y mudarme con mi familia a un lugar seguro”. Sus ojos son la clara muestra de que la nostalgia de aquellos duros recuerdos viven en su interior.
La frase: “Hay gente que sale del barrio, pero el barrio no sale de ella”, no aplica para la protagonista de esta historia. Quien no conoce sus raíces creería que viene de otro país o de una familia de alta alcurnia. Siempre bien puesta. Se codea con reconocidas personalidades. Ah, y hay pocos lugares finos en el país que ella no conozca. Aunque aparenta ser comparona, basta con conocerla para descartar ese mote. La solidaridad y el don de servicio hablan por ella.
“Tú te crees, ‘ma’, que yo puedo privar sabiendo que he pasado todos los trabajos del mundo viviendo en un barrio donde eran más los días de revueltas que los tranquilos. Sólo el que ha pasado por esta experiencia puede entender lo que significa tener que cerrar tu casa e irte a una cancha con los vecinos para protegerte de la violencia que, sobre todo, durante mi infancia y adolescencia, dominaba el Capotillo”. Lo cuenta con un pesar que debilita la fortaleza que la caracteriza.
La comunicación para cuando entró a la universidad, no era tan efectiva como ahora. “Y lo que hacía mi abuela era que cuando había problemas, iba a la parada a esperarme que llegara de la universidad para irnos a la cancha. Mi mamá salía del trabajo y también seguía para allá porque sabía que ahí nos encontraría protegiéndonos de las huelgas, de los enfrentamientos con la Policía…”. Llora y eso la hace detener el relato. Su sentir es contagioso.
Anécdotas graciosas en medio del peligro
Para diluir el llanto que no la dejaba avanzar en lo que quería contar, Giselle trajo a colación dos jocosas anécdotas. “Para que tengas una idea, ya yo profesional e involucrada en los medios, un día me llama Jacqueline Ramos, quien en ese momento se estaba postulando para dirigir la Asociación de Cronistas Sociales, y a quien yo estaba apoyando. El caso es que teníamos una reunión y ella me dice que está cerca de mi casa y que puede pasar por mí. Yo, debajo de mi cama protegiéndome de un tiroteo, le digo: ‘No, ya vinieron a buscarme, tranquila, nos vemos allá’. Era mentira, yo quería protegerla. Me dijo que no se escuchaba bien, pero le contesté que iba en camino”. Se ríe hasta más no poder y también contagia su risa.
La otra ocurrencia que cuenta la vivió con ‘Lola’, como le dice a su compañera de carrera y mejor amiga. “A mí, realmente, no me gustaba llevar a nadie a mi casa, no para que no vieran mi pobreza, sino para que no se expusieran al peligro, pero ese día ella coge para allá. Y se arma un reperpero. Ella dice: ‘¿Y qué es lo que pasa que se oyen esos tiros?’. Le digo, ven éntrate debajo de la cama, y curiosa al fin, se pone a ver por la ventana. Eso sí, cuando vio la verdad, no le quedó de otra que protegerse”. Se muere de la risa. Para esta periodista no era fácil compartir con amigos en su residencia porque el día menos pensado, volvía a “sonar la sinfonía”.
“Cocinen temprano que hoy hay acción”
Así advertían los antisociales a los vecinos para que estuvieran al tanto y se protegieran de lo que podía ocurrir. Después de hacer la comida debían irse a la famosa cancha hasta que pasara todo. Ahí pasaban hambre y angustia sin saber en qué podía terminar la manifestación. Había días en todavía en la noche seguían en el lugar.
En aquellos años, cuando en Capotillo eran más los días de infierno que los de paz, Giselle Castro anhelaba vivir en un lugar donde no tuviera que sufrir la pobreza y la angustia de la violencia.
Cuando podía dormir, soñaba con salir de ahí para salvaguardar su seguridad y la de su madre. “Porque no eran sólo los enfrentamientos los que nos preocupaban. Nuestra casa era muy vulnerable. De hecho, a mi madre en dos ocasiones tuvo al pegársele una bala perdida”. Se pone sensible, pero agradece a Dios por su vida y la de su mamá.
Un tío de ella reforzó una pared que hacía más sensible la vivienda. Había que evitar que estuvieran en más peligro del que vivían. Aun así, no estaban seguras en el lugar.
Los días que había enfrentamientos, salían por la mañana a anunciarles a los vecinos que cocinaran temprano que iba a ver “función”. “Prácticamente, con la comida en la boca, teníamos que salir para la cancha a protegernos y esperar, a veces hasta tarde de la noche, que terminara todo”. Le dio trabajo contar esta parte. Ella sabe que no es justo que haya gente que viva en lugares donde la paz ni se asoma.
La protagonista de esta historia reconoce que ahora es diferente. “Pero en los tiempos de mi niñez, mi adolescencia y mi vida universitaria era algo escalofriante. Durante se daban las cosas había mucho miedo, pero cuando terminaba todo, llegaba la tristeza cuando nos enterábamos de que había muerto alguna persona o algunas personas”. Hubo días en que al amanecer se enteraban de que un vecino había sido víctima de las manifestaciones y eso partía el alma.
Aunque ahora Capotillo es una especie de escenario artístico, en los años en que quien cuenta su historia a LISTÍN DIARIO, vivió allí, las cosas eran diferente. Los disparos protagonizaban «los conciertos» que ella presenciaba, aunque esa «música» no era de su agrado ni del de los residentes en el lugar. Por ello, algunos trataban de salir a «disfrutar» de las «melodías de paz» que se consiguen a través de la superación.
Agua de azúcar con pan
“Nunca olvido cuando los domingos, mi mamá Mercedes y mi abuela América se iban tempranito al mercado a trabajar, nos dejaban en la casa a mí a otros primos, y recuerdo que nos dejaban un agua de azúcar preparada y algunos panes hasta que ellas llegaran y se pusieran a hacer algo de comer a eso del mediodía. Sabíamos cuando les iba bien porque se aparecían con pica pollo”. Se ríe porque esos son de los recuerdos que llegan a su mente sin la intervención de la “sinfónica” de tiros que dominaban casi todos los días el ambiente en Capotillo.
Hoy, sentada en un hermoso sofá, en el apartamento donde vive sola, cuenta que su mamá siempre trató de que ella tuviera las cosas elementales, y que por eso siempre trabajaba, pero aun así no ganaba lo suficiente como para salir del barrio donde también, tiene lindas vivencias.
La casa de Giselle no tenía mucha protección. No era raro que eso sucediera en ese entorno. La mayoría de la gente del sector vive en extrema pobreza. Tal vez por eso es que se le hace tan difícil mudarse a otro lugar. Ella pudo hacerlo. Eso sí, cuando lo logró en el año 2015, ya era profesional.
“Recuerdo que mi mamá no quería. Yo le rogaba que nos fuéramos de ahí y me decía que no había manera de hacerlo por la situación económica. “Una vecina me ayudó a convencerla y le decía: ‘Tiene que hacerlo, Giselle no puede seguir aquí, debe salir a superarse’. Toda la vida se lo voy a agradecer”. Llama la atención que quien daba el consejo a su madre, continúa viviendo en el mismo lugar.
El caso es que se mudaron al Ensanche La Fe. La dueña de esta historia, siendo ya una profesional, quería ayudar a su mamá con los gastos. “Me puse a trabajar como secretaria, ganando dos cheles, pero no me importaba. Sólo quería echar para adelante y no dejarle la carga a mi mamá sola”. Giselle es hija única. Su padre falleció el 31 de octubre del año 2000, siendo ella una adolescente.
Aunque no vivía con él, estaba en una etapa de acercamiento. “Yo tengo 13 hermanos de padre. De mi madre soy hija única. En el momento en que mi papá fallece, él y yo estábamos teniendo una linda relación e iba a verme con frecuencia. A veces me lo encontraba cuando llegaba de la escuela. No olvido que ese día, cuando llegué, pregunté por él, y con pesar, me dieron la noticia…”. No puede contener el llanto.
De sus 13 hermanos, le falta una hermana por conocer. Con el resto, se lleva bien y cuando tienen el chance, comparten. Algunos viven fuera del país. Lo cierto es que, la vida de Giselle ha sido dura, pero Dios, su abuela América, su madre Mercedes y las relaciones que ha estrechado, especialmente con personas mayores que ella, la han ayudado a esforzarse y a lograr muchas de sus metas. Todavía tiene varias en carpeta, pero trabaja en ellas.