Hace apenas unos días la vida nos golpeó con una de esas verdades que ningún ser humano está preparado para enfrentar: la partida inesperada de un ser querido. José Miguel, el hijo mayor de mi esposo, tenía solo 40 años, una edad en la que aún se sueña, se construye y se mira el futuro con esperanza. Había formado una vida plena en Punta Cana, una vida hecha a su manera y con su propio ritmo. Pero su luz se apagó demasiado pronto…
Cuando conocí a mi esposo, José Miguel era apenas un niño. Con el tiempo, lo vi crecer, tomar decisiones, abrirse camino, convertirse en un hombre. A pesar de la distancia física que separaba nuestros hogares, su visita y los encuentros familiares eran frecuentes. Y algo hermoso ocurrió a lo largo de esos años: mis hijos Chris y Oliver; José Miguel y sus hermanos Víctor Manuel y Alejandro, tejieron una hermandad sincera. Y logramos disfrutar de lo que toda pareja que inicia un segundo matrimonio anhela con el corazón: que los hijos se acepten, se reconozcan, se respeten y se quieran.
Mi esposo siempre ha sido un hombre de familia. Ha apostado —sin reservas— a mantenernos unidos, incluso cuando las diferencias naturales de una familia compuesta intentaban desafiarnos. Hoy, José Miguel ya no está. Y nosotros seguimos aquí, intentando aprender a respirar en medio de un dolor que no tiene forma ni lógica. Sobrevivimos cada día con el alma hecha pedazos, con esa sensación amarga de vacío, ansiedad y confusión que llega como un oleaje constante. Por las noches, cuando el silencio pesa más, surge ese suspiro involuntario que murmura: “terminó otro día”. Como si cada noche fuera la prueba de que logramos ganarle un día más a esta tristeza.
El desconsuelo se mezcla con la rabia, la impotencia y la nostalgia. Y en ese torbellino interior uno lucha por no cuestionar la voluntad divina, por no exigir respuestas que probablemente nunca lleguen. Solo queda aferrarse al amor de Dios, confiando en que Él nos dará la fuerza para caminar, la sabiduría para sostenernos mutuamente y la paz necesaria para que nuestra familia —esa que tanto nos ha costado mantener unida— siga en pie.
En medio del dolor, también han surgido destellos de luz. Las muestras de cariño y solidaridad nos han abrazado de una manera que jamás olvidaremos. La generosidad de quienes han estado cerca ha sido bálsamo y refugio.
Agradecemos a Dios por habernos regalado a José Miguel. Por su presencia, sus ocurrencias, su sonrisa y esos recuerdos que ahora serán nuestro tesoro. Y, a pesar del dolor, no cambiaríamos por nada este tiempo junto a él.
José Miguel con su partida se lleva algo de cada uno de nosotros sin pedir permiso, pero también nos deja una lección profunda: la urgencia de valorar cada instante con quienes amamos. Porque la vida, con su fragilidad silenciosa, nos recuerda que el tiempo no vuelve, que hay que amar sin reparos, decir más “te quiero”, abrazar más fuerte, reír más alto, y sembrar recuerdos bonitos en la vida de las personas que nos rodean.
Su partida a destiempo despeja toda duda: debemos priorizar a la familia, a los nuestros, a quienes realmente importan. Y como dice la canción que hoy resuena con otro significado: hay que “tirar más fotos”. No por vanidad, sino para atesorar los momentos que, sin saberlo, serán irrepetibles.
Hoy, en nombre de toda nuestra familia y de su familia materna, queremos expresar nuestro agradecimiento más profundo a quienes nos han acompañado en esta despedida tan dolorosa. A quienes han llorado con nosotros, nos han sostenido, han orado, enviado mensajes o han guardado silencio solidario. Gracias por ayudarnos a despedir a nuestro inolvidable José Miguel. Quedamos con la certeza de que su luz seguirá viva en cada uno de nosotros.
¡Hasta el lunes!