Érase una vez la historia de dos bueyes que, atizados por el aguijón implacable de un boyero llamado “El Destino”, compartieron afanes durante muchos años. Jalaron una carreta (La Carreta Nacional), unas veces solos, otras juntos, por un camino de barro y polvo. De polvo en el secano y fango cuando llovía.
Siendo apenas terneros, despuntaron en los hatos de donde venían, como dotados de condiciones excepcionales para tiro y siembra.
Inquietos ambos y haciéndose novillos, pastaron con gallardía, resistiendo que les pusieran narigón. A Joaquín, lo enyugó “El Destino” por órdenes de un mayoral de San Cristóbal, después de haber comido en los pastos de un tribuno: Estrella Ureña.
“El Destino” lo enyugó. Y parecía manso Joaquín. Se veía obediente Joaquín…
Juan—profesor entre los bueyes—se le rebeló al mayoral (tenido como perínclito por sus áulicos). No se dejó enyugar Juan; se hizo libre Juan. Arremetió contra los corrales Juan…
Arador al fin, se enyugó; y empezó a jalar carretas de otras fincas, por ejemplo: “La Lucha sin Fin” (Costa Rica), propiedad, de un hombre llamado “Don Pepe”, amigo del general Alcántara y de Juancito. Rómulo, que nunca fue indiferente con Juan, lo animaba a que siempre se mantuviera, oteando, entre resoplido y resoplido, su estancia natal.
Pasó el tiempo, y cuando ajusticiaron al hombre de San Cristóbal (1961), Joaquín que ya sabía halar la carreta él solo… y que no era tan manso, cobró nuevos bríos. Y las ruedas de la carreta empezaron a escribir algunas cosas: Apertura política, liquidación del “Partido Dominicano”, retorno de los partidos de oposición… (volvió Juan).
Los nuevos mayorales no se tragaron a Joaquín. Y a rebencazos lo expatriaron (1962).
Y el pueblo enyugó a Juan (diciembre, 1962). No era manso, Juan. Y, pese a que no era rebrincado, sí era voluntarioso y trabajador. En siete meses impuso su estilo: honradez, libertad, democracia.
Pero, disponiendo otra cosa los mayorales, sacaron a Juan y desunciéndolo de la yunta, ilegalmente, lo desterraron (1963).
Entonces, sucedió lo inesperado. Se atascó la carreta. Se dividieron los mayorales; y, en medio de la contienda (1965), unos decían Juan y otros Joaquín. Entonces, regresaron Joaquín y Juan. Y, de allende los mares, se desmontó un mayoral rubio que, a cañonazos, dispuso cierto orden. Y, enyugaron a Joaquín (1966).
El boyero (que parece a veces que ha preferido a Joaquín), y aprovechando su natural boyantía, empezó con el aguijón a estimular al buey, y lo hizo halar doce años. Desbrozaron, sembraron, recogieron la cosecha. Edificaron. No pocas veces se soltó, y corneaba con los “chifles”, que de fuego eran.
Joaquín se agotó; “El Destino,” también. Entonces, hizo restallar el fuete… Juan pastaba. Y el boyero, que no hay quien lo entienda, unció durante ocho años (1978), un buey noble. Un buey blanco. A seguidas se montó en el carretón una orquesta, lo adornaron con guirnaldas. Comenzaban ocho años de promesas. Libertades públicas. Ley de Amnistía. Esperanza Nacional.
Entonces, al final, se subió demasiada gente en el carruaje. Y los ejes (sin grasa) comenzaron a chirriar. Las ruedas se desnivelaron. Se destartaló la carreta.
El boyero (parece que bastante asustado), apeó la orquesta, desbandó a músicos y fotógrafos y acabó el sarao. Y como una paradoja se acordó de Juan y Joaquín.
Siempre será un misterio porqué prefirieron a Joaquín (1986). Aunque algunos afirman que a Juan nunca le molestó.
Arrancó Joaquín, uncido a una carreta que le suenan los ejes… viene cargada la carreta.
“El Destino”—que ha sido implacable con Joaquín—y no menos con Juan, le nubló los ojos. Pero, se sabe el camino Joaquín y va jalando orientado por el grito del boyero.
Para ese entonces (1990), en Higüey, se aproximaba una gran celebración. Más que nunca la Altagracia intercedía por nosotros. Para la fiesta se ofrecieron muchos toros a la virgen. Fuertes, de raza y vigorosos.
No pocos aseguraban haber visto una carreta que llevaba dos bueyes uncidos. La manejaba un conductor ineluctable, indescifrable. “A pasito lento” iba el carro avanzando para la Basílica, abriéndose espacio entre los gritos y el restallido del látigo de “El Destino”.
Los mayorales, al cruce adelantado de las mariposas de San Juan—que ya transmigraban al infinito buscando el mar—vitoreaban al paso del carretón.
El obispo mandó a que echaran las campanas al vuelo. Mientras repicaba el carrillón, como en una letanía iba sonando: tin tan…tilín, tin tan.
El pueblo, dividido, aclamaba y voceaba: ¡Juan, Joaquín … Joaquín y Juan!
Salvaleón de Higüey; 16 de mayo de 1990.