Lo de Lula ha sido el triunfo de la verdad sobre la calumnia, de la justicia sobre la injusticia. Bastante odisea es haber logrado renacer personalmente, no a los tres días como Lázaro, pero sí a los doce años, que algo es algo. Sin embargo, más que un personal renacer político, lo ocurrido el domingo es el inicio de la reinvención de un país con una democracia en apuros.
Ahora, lo que procede es el perdón sin rencor pero sin olvido; la reunificación de un país partido por la mitad, con una ciudadanía que, aunque le vote, desconfía de una clase política que deberá hacerlo mejor, como única manera de evitar el regreso de los Bolsonaro que hoy gobiernan o amenazan con gobernar las democracias occidentales.
Claro que los anteriores gobiernos de Lula fueron socialmente ejemplares, logrando arrebatar de las garras de la pobreza a 33 millones de brasileños (entre miles de iniciativas de feliz justicia social), pero como luego quedó demostrado, no basta con sacar de la pobreza a un hombre y transformarlo en un simple consumidor, sino se le ofrece la oportunidad de convertirse en un ciudadano responsable y militante, no necesariamente del gobierno que le brindó la oportunidad de crecer y superarse, sino de las causas sociales y económicas que hicieron posible el milagro de su bienestar.
PD: Como gracias a él conocí a Lula y por él supe que el presidente electo aspira a una izquierda sensata y emocionalmente inteligente, capaz de reconocer que para distribuir la riquezas primero hay que crearlas, concluyo este bulevar lamentando que José Ernesto, El Gordo Oviedo de mis andanzas coloniales, cuyo corazón tenía más habitaciones que una casa de putas, no pueda asistir al acto de toma de posesión de su entrañable amigo, por compromisos asumidos previamente con la muerte, amén.