Esta Navidad, por casualidad o por azar, elegí releer un libro, acaso envejecido y no menos fundamental. Si todavía conserva valor y no ha perdido vigencia, más interesante resulta el grado de su lectura encantadora y completa. Pequeño Tratado de las Grandes Virtudes, de André Comte-Sponville (1998), compendia un ensayo apostillado, pedagógico y reflexivo. De conformidad con su título, conjuga un tesoro didáctico y sencillo sobre las principales virtudes humanas.
De su breviario instructivo y aleccionador, me decidí por una de las más pregonadas: La prudencia. Tal vez por su desvanecido velo presente; quizás por ser tan indispensable para cualquier época y toda clase de gente…
De acuerdo con Cicerón, en las personas tiene la misma función que el instinto en los animales y que la providencia en los dioses. De las cuatro virtudes cardinales y antiguas (junto a la fortaleza, la templanza y la justicia), probablemente sea la menos olvidada pero la más desobedecida.
La posmodernidad ha desempolvado la necesidad de su recurso urgente, puesto que es, en nombre apropiado, la virtud del riesgo y de la decisión apremiante.
Del latín prudentia (providere), indica tanto prever como proveer. Algunos la consideran virtud de la duración, del futuro incierto y del momento favorable (kairós en griego), madre de la paciencia y de la anticipación (Comte-Sponville). Por ende, no se adquiere instantáneamente ni aconseja llegar al placer o al propósito por el sendero más corto y aparente. Como la vida impone muchas veces su ley, obstáculos y rodeos, la prudencia entra en acción en tanto instrumento por el cual se los tiene pendiente y en cuenta mediante el lúcido pensar y el tino razonable.
Correspondiente al llamado principio de la realidad (de Freud), aconseja tratar de disfrutar lo más posible, de sufrir lo menos posible, sin obviar las obligaciones ni las incertidumbres de esa realidad, inteligentemente. No hay opción, insoslayable es su campo: actuar conforme a la recta razón.
Para otros depende menos de la moral que de la psicología. Y menos del deber que del cálculo. Kant, arquitecto del imperativo categórico, no la veía como una mera virtud, sino como amor inteligente y habilidad hacia uno mismo; esto, de ninguna manera es condenable, aunque sí carente de mérito y otro de los atajos del plano hipotético. Porque, la actitud prudente es demasiado ventajosa como para atribuírsele el don de la virtud. La prudencia distingue la acción del impulso, y al héroe del exaltado (Comte-Sponville).
Llamada frónesis por los antiguos equivale a la sabiduría, pero diferente a la erudición, dado que es sabiduría de la acción, para la acción y en la acción.
La sabiduría no remite, como consideran tantos, al conocimiento de las cosas elevadas y sublimes, aquellas demasiado profundas y remotas para el común de los mortales (tarea de la sapiencia). Atiende al conocimiento de los asuntos humanos, mundanos y, de manera especial, al modo adecuado de conducirlos. Bajo interpretación filosófica clásica, la sapiencia es contemplación pura, mientras la sabiduría rige el control y la dirección de la persona en el mundo. En Ética Nicomáquea, Aristóteles la pondera como el “acto práctico racional, tocante a lo que es bueno o malo para el hombre…”
Así, una persona sapiente puede alcanzar la cúspide del conocimiento, sin que ello necesariamente le conceda dominio sobre los actos comunes y exigentes de la vida.
El concepto tradicional de sapiencia, sin embargo, fue revalorizado por la ética contemporánea (normativa), asimilándola a la frónesis, forma del saber práctico, irreductible, identificado con la conciencia misma en su ejercicio circunstanciado, es decir, en su capacidad individualizada, a través de los medios más apropiados para la realización de determinados fines y objetivos (Abbagnano). Resolutivamente, una categoría equivalente, de entrañable relación con la esencia misma de la prudencia. A los ojos de Aristóteles, y más adelante de Epicuro, la frónesis dependerá de aquella, segregando lo necesario y disponiendo lo evitable.
En sentido moderno se la considera como el arte de la precaución. Interpelados nuestros actos por la razón, incluidos los proclives a la caída y al error, solo ella juzga en favor de cuánto podemos prever, consentir y anticipar.
Deliberar rectamente no debería ser motivo de contradicción. Cuando hay prudencia, de uno u otro modo, todas las virtudes, compaginadas, entran en escena, hilvanado un telar razonable del obrar humano, ante la adversidad, el desafío y la fragilidad.