En su pirámide, Maslow postuló un orden de jerarquía de las necesidades humanas. Más allá de la historia, las instituciones u otros constructos sociales, buscamos satisfacer las necesidades fisiológicas que nos mantienen con vida y nos permiten continuar la especie. En primer lugar, agua, alimentos, dormir, sexo, etc., porque sin estas, nuestra supervivencia podría verse comprometida; en segundo lugar irían otras no menos importantes, como la seguridad personal. Puestos a elegir, los humanos estarían dispuestos a sacrificar cualquier necesidad, o aspiración que se encuentre sobre ellas, de ahí que cualquier análisis que parta de la premisa de derechos, o creaciones institucionales humanas, queda relegado.
No es posible entender el triunfo de Nayib Bukele, si no es a partir del colapso de un modelo de gestión política partidaria que le falló a la sociedad salvadoreña al momento de garantizarle una seguridad que fue desafiada y anulada por las bandas; sin distinciones ideológicas, pues tanto falló una derecha signada como responsable de toda la desigualdad social, como una izquierda supuestamente redentora, que devino en la más trágica de todas las comedias.
Más allá de su truculencia mediática, el manejo mefistofélico de la comunicación en todas sus variables y los arrebatos de gorilismo, sobrevuela sobre todas las cosas una dicotomía irresoluble; una sobre la que hoy ha tenido que decidir la sociedad salvadoreña, pero que ha estado presente y vigente, orbitando sobre todas las sociedades de la historia: seguridad vs. libertad.
Aquí lo de menos es el desguañangue constitucional; el manejo (previo y post) electoral de Bukele; la altísima tasa de abstención y opacidad del conteo; su autoproclamación desde un balcón de Palacio sin siquiera haber comenzado el escrutinio, etc., porque, no nos engañemos, el hombre ganó -y por mucho- y discutir porcentajes es bizantino. Aquí lo importante (y preocupante) son los estruendosos aplausos (dentro y fuera).
Lo que llama a reflexión es la euforia con la que muchos celebran la muerte de la democracia -vamos, que ya lo vimos en Weimar y sabemos el resultado-; lo que aterra y mete miedo es la despreocupación e indiferencia de la mayoría frente a la vulneración sistemática, organizada y teatral de los derechos humanos de decenas de miles; el ninguneo del debido proceso; la concepción desechable del Estado de derecho. Y, sobre todo, la hipocresía de muchos de los que hoy protestan y se indignan, y que sin embargo guardan silencio ante los atropellos cometidos en Nicaragua y Venezuela.
Lo que queda claro es que, a nivel de ciudadanía no somos mejores que las generaciones que nos antecedieron, esas que gritaron “¡Horacio Vásquez, o que entre el mar!”; las que celebraron el cambio de nombre a “Ciudad Trujillo”; las que coreaban “Con votos o con botas”. La gente está perdiendo la fe en la democracia, y, ante el fracaso del sistema en satisfacer y garantizar sus necesidades mínimas, está dispuesta a sacrificar libertades y derechos a cambio de orden, seguridad y tranquilidad, al precio que sea.
Preocupa, porque ya hemos visto esto antes… y sabemos cómo termina.