“El hombre solitario es una bestia o un dios”, dijo Aristóteles, y, al hacerlo, dio por sentado que el ser humano es un ente social, un Zoon Politikón; un animal político que requiere de la convivencia para poder sobrevivir, y por eso se vincula con los demás a través de la política; la forma en que se organiza y se jerarquiza una comunidad; la manera en que se expresa el poder; los rituales para lograrlo, mantenerlo y transmitirlo.
La política siempre ha sido la misma. Los políticos de todos los continentes, tiempos, razas o religiones, saben que la política se nutre de relaciones primarias y abreva en lo cercano; esa conexión que se va perdiendo cada día, a medida que las sociedades correspondientes a cada ciclo histórico han ido añadiendo capas de desarrollo y complejidad.
La política sigue valorando lo mismo, la cercanía; la proximidad, la conexión, el vínculo que se construye en el compartir de vivencias cotidianas; la valoración que despierta la empatía de quien tiene el poder hacia quien no lo tiene y en cómo lo usa para mejorar su vida. Hoy día, sin embargo, el híper desarrollo tecnológico va diluyendo esa realidad en progresión geométrica.
Los políticos ya no tienen tiempo para cultivar esa obsoleta forma de hacer política, porque, en paralelo, también se deben a una comunidad imaginada que los observa -en tiempo real y diferido- en el ciberespacio.
El sueño húmedo de lograr la mayor audiencia posible se ha convertido en pesadilla; los políticos son esclavos de los “me gusta”, adictos a los “reenviar” y “compartir”; obsesivos compulsivos con las reacciones y los comentarios, y peligrosamente dependientes de sus “community manager” (CM).
La ubicuidad es privilegio de los dioses; no se puede estar en dos lugares al mismo tiempo; no se puede compartir en una actividad en un barrio, y, a la vez, interactuar por las diversas redes sociales; no sin dejar de prestarle atención debida a uno u a otro colectivo. Aquí el bajadero que la práctica ha impuesto ha sido la tercerización de la gestión de redes, delegada en una persona o un equipo, y eso está bien.
El problema viene cuando coexisten dos planos generacionales; dos concepciones, visiones, conocimientos y experiencias totalmente opuestas. En el “terreno”, el político maneja la política; en lo virtual, el CM menos fogueado es quien construye la realidad y alimenta el relato.
En la época de la inmediatez -donde cada segundo cuenta-, un error virtual, como poner un himno extranjero en una pieza audiovisual de carácter patriótico un 27 de febrero, se puede llevar por delante todo el honesto esfuerzo que hubo detrás de la realización de la misma.
Colisionan dos realidades: que, en política, la experiencia ve más allá de la curva; frente al hecho cierto de que en el mundo donde el CM es señor y rey, los “engagement” se logran de otra forma.
En la bisagra tecnológica y generacional que estamos viviendo, el desafío para ambos pasa por aprender, y también por enseñar; y, sobre todo, por entender que mutuamente se necesitan.