Esta Reminiscencia es muy peculiar, porque la misma la descompongo en dos entregas, naturalmente en la quincena que generosamente este diario me concede.
Lo he querido hacer así porque siento la necesidad en esta coyuntura de refugiarla más seguramente en este banco de datos prodigioso de nuestro periodismo histórico.
Explico su título:
“Ahora tu recuerdo es la luz”, así reza tu epitafio, madre; lo imaginé al verte amortajada en tu bata simple de algodón. La sencillez dolorosa de aquel momento la sentí como un ventanal por donde entraba toda la inmensa luz de tu vida. Y entonces, lejos de llorar me creí iluminado, confiado en que la muerte no podría separarnos.
Brotó en mi pecho aquel epitafio y tú has sido la luz en el recuerdo. No ha habido un solo día sin ti madre querida; te lo aseguro. Y hoy quiero decirte lo que me propuse: al rendirte un homenaje distinto al de mi memoria de cada día; algo que permanezca más allá de mi nostalgia inseparable.
He levantado un parque natural, muy modesto, junto al pequeño río, debajo de los samanes gigantescos, por donde pasaste un día atormentada entre rezos. A ti, madre, he dedicado ese sentido homenaje.
Te oí muchas veces contarlo; se me fue anidando en el espíritu para el relato que hoy hago, cuando recibes junto a todas las Madres de nuestra tierra el más merecido culto de devoción del mundo, el de las Madres, vivas o muertas, no importa ello, porque corresponde al más hondo misterio del amor. Déjame contarlo madre, a mi manera:
Era una tormenta y sus truenos enormes retumbaban sobre las amapolas del cacaotal. La joven viuda no se desprendía de la cuna donde el niño roncaba la fiebre que lo devoraba. Lejos del pueblo, ella que se atemorizaba tanto con el viento y la lluvia desde niña, ya era madre y tenía que decidir entre sus temores y sus deberes: o se quedaba guarecida en la casa segura del padre y rezaba, o se lanzaba al vientre de la tormenta que tanto hacia crujir los árboles bajo sus azotes.
Tal fue su dilema, rezar y esperar, o rogar durante todo el camino por el hijo tierno que se perdía. Por encima de la tormenta y sus miedos de siempre, su amor de madre prevaleció. El mundo conoce lo que es la madre cuando la muerte se arrima a la cuna. Así se emprendió la miedosa aventura que luego recordara largamente, siempre con sus angustias frescas.
En realidad nadie apoyaba su decisión en la casa; su padre como sus hermanos no regresaban del pueblo. Sólo quedaba como hombre un viejo peón que al verle tan atormentada le dijo en voz queda: “Doña Narcisa, la mula baya puede conmigo y el niño, yo la acompaño”. Era el perpetuo Cirineo que sabe unirse al sufrimiento y lo aligera.
Fue entonces cuando dio la joven viuda los primeros pasos entre lodos y oraciones. Ella, con su cabeza cubierta por un lienzo de listado y Justo, que así se llamaba el Cirineo, que no dejó de aconsejarla desde el aparejo que no abriera la sombrilla por los lóbregos rayos.
El camino fue trabajoso y triste por su fango, sus montones de hojas muertas, tantas tórtolas mudas, todo como si estuviera envuelta la madre en un halo de muerte; sólo su fe se hizo trino.
Llegaron, al fin, al camino carretero con la buena suerte de que pasaba un solitario camioncito de aquel año ’32 conducido por un pariente muy cercano del niño enfermo que se detuvo y para el asombro de la joven madre con los brazos abiertos le dijo: “Narcisa, ¿qué está pasando? ¿Qué haces aquí? Y ella respondió: “El niño que se me muere”. Ya estaba persuadida de que ese encuentro era parte del milagro, otra versión de Cirineo.
Conservó esa experiencia como su silenciosa y muy íntima hazaña; y no dejaba de ponderar al médico santo que se hizo cargo del rescate del niño en agonía; no cesaba de repetir: “Se juntaron la ciencia y la fe para conservarte”.
Así conservó la experiencia siempre como su silenciosa y muy íntima hazaña y nunca dejó de advertirme, ya hecho hombre: “Preocúpate por saber de Justo y de su familia; él te cargó con tanto amor y me animaba cuando me vio llorar en el momento en que tú volteabas los ojos dos veces”.
Ahora bien, me toca detener el relato por razones de espacio, pero les pido que procuren la segunda parte del futuro inmediato porque el tema de la Madre es tan inmenso que cabe todos los días y para todas las madres del mundo.
Muchas veces he sostenido que el único ser humano que vence y aplasta el olvido es ella, la Madre, y que el homenaje de su recordación resulta inagotable y así será justo siempre.
Eso es tan cierto que la historia se complace en mostrarlo viendo desfilar reyes y mandantes poderosos de la tierra y comprobar que la Madre supera la gratitud de los pueblos.
Él mismo vanidoso semidios se ha visto, aún entre los más feroces, no puede prescindir del único mérito de nobleza merecible, el amor a la Madre.
Es por todo ello que esta Reminiscencia de hoy, pues, es una muestra de mi devoción imperecedera y por ella, que no es propia, sino de todos, queda tranquilo mi empeño.