Vivimos tiempos marcados por la inmediatez. Las redes sociales, los noticieros y los debates públicos nos sumergen cada día en una avalancha de temas, escándalos y polémicas que, al final, se desvanecen como humo en el aire. Basta con repasar las noticias de hace apenas unas semanas para darnos cuenta de cuán efímera es la trascendencia de los temas que, en su momento, parecían incendiar la opinión pública.
Situaciones que fueron portada de todos los periódicos y que parecían augurar un “antes y después” en nuestra sociedad, hoy ya nadie los menciona. La intensidad con la que se discuten ciertos temas no garantiza que estos perduren en la memoria colectiva. Al contrario, mientras más virales, más rápido parecen desaparecer.
¿Por qué sucede esto? ¿Por qué aquello que nos indignaba hace apenas unas semanas se evapora sin consecuencias? Quizá porque la velocidad de la información no permite la profundidad necesaria para digerir y actuar sobre los problemas. Nos indignamos, escribimos un par de tuits, participamos en debates acalorados, y luego, cuando aparece un nuevo tema simplemente seguimos adelante.
Pero hay algo aún más grave: ¿Quiénes se benefician de esta dinámica? La fugacidad de la atención pública se convierte en la mejor excusa. Lo que hoy es centro de la crítica, solo deben esperar a que llegue la próxima tormenta mediática para olvidarse. Y mientras tanto, las instituciones, la justicia y la memoria social se debilitan.
En el fondo, lo que está en juego no es solo la verdad, sino la capacidad misma de una sociedad para recordar, exigir y transformar. La opinión pública, cuando no tiene memoria, pierde su poder de vigilancia. Se convierte en un eco vacío que retumba fuerte por unos días y luego se apaga, dejando todo tal y como estaba.
En consecuencia, es necesario reflexionar sobre este fenómeno. No podemos seguir aceptando que lo que ayer era urgente y necesario, luego se olvide sin conclusión. Quizá haya que repensar el papel de los medios, de las redes y de cada uno de nosotros como ciudadanos. ¿Cómo construir una opinión pública con más memoria? ¿Cómo sostener las exigencias de justicia más allá de la tendencia del momento?
Mientras no respondamos a estas preguntas, seguiremos siendo prisioneros de un ciclo que condena a nuestra sociedad a vivir de escándalo en escándalo, sin nunca resolver los problemas de fondo. Los titulares cambiarán, las denuncias se renovarán, y nuevas figuras ocuparán el papel de villanos momentáneos, pero el sistema que permite y perpetúa estas crisis permanecerá intacto.
La indignación efímera se convierte en un placebo social: nos da la ilusión de estar atentos, de reaccionar, de exigir soluciones, pero sin la persistencia necesaria para que las cosas realmente cambien. Vale la pena preguntarnos: ¿Cómo rompemos este ciclo? ¿Cómo convertimos la indignación en acción sostenida? ¿Cómo garantizamos que la memoria social tenga el peso suficiente para impedir que los mismos errores y abusos se repitan una y otra vez?
Si no hallamos las respuestas, estaremos condenados a una eterna repetición de las mismas historias, con distintos nombres pero con el mismo desenlace.