Más allá del tiempo y de las circunstancias sociohistóricas, el castigo permanece incólume: herencia y apología fetichista de la violencia física en su modalidad posmoderna.
Nuestros legisladores, ejercitando su viril ascendencia, han plasmado en el Código Penal (Artículo 124, párrafo 4) una dispensa que libera de responsabilidad a padres y tutores siempre que “se haga respetando el principio del interés superior del niño”. La moción, apologética de la “pela”, la legitima como método de corrección mientras deja sin identificar los contornos descriptivos y limitativos de su figura penal, harto estirada, ambigua y abierta.
Para Luis Vergés, psicólogo-terapeuta, el 60 por ciento de nuestros hogares aplica castigos físicos y recurre a la “pela”, contra niñas, niños y adolescentes en nombre de imponer la disciplina hogareña. Aquí, la corrección disciplinaria, normalizada por los progenitores, consiente la violencia física y psicológica disfrazada de buena crianza.
Esta garantía ciega, sin evidencias científicas ni justificaciones fundamentadas, a menudo cargada de episodios repulsivos, no dimana de la nada; proviene de un historial de abusos y escarmientos que han eclipsado la conciencia humana.
En la honda experiencia del castigo subyace el aforismo Aliud est punire, aliud est vindicare: Una cosa es castigar y otra, muy distinta, sancionar. La sanción puede ser correctiva, limitadora, pedagógica. Castigar, en cambio, devela un impulso -oculto o desenvainado- de venganza punitiva, ejecutada sobre el cuerpo ya victimizado, convertido en objeto indefenso de maltrato institucionalizado.
Hundido en la memoria de la civilización, un eje común -de raíces profundas y diversas- compatibiliza, en niveles nefastos, la intensidad persistente del padecimiento: azotes, latigazos, mutilaciones, torturas y escarmientos a destajo…
Quia punitur peccatum est (Se castiga porque se ha pecado). Erige la piedra fundacional -histórica y religiosa- que consagra la expiación como acto proporcional, casi litúrgico, pues, según las creencias, en el cuerpo moraba la maldad, el pecado encarnado. Huella de hierro incandescente en nuestro costado cultural, la influencia teológica (el deber es una construcción sociocultural irradiada por el canon religioso) persiste imborrable en la sucesión histórica de los tormentos.
A título de deuda, producto de la caída original (peccatum), el cuerpo físico debió pagar (purificarse) mediante la expiación y el sacrificio, liberándose del yerro primitivo. En Occidente el castigo está sembrado en el terreno histórico-antropológico de esa arcaica experiencia de la expiación corporal: retribuir según el daño causado. Su trasvase a la vida privada y al núcleo familiar, en cierto modo, es consecuencia del aquel legado y andamiaje cultural.
El “pater familia” romano, encarnaba la jerarquía absoluta del hogar (domus) y ejercía la patria potestad inflexiblemente: autoridad sobre la esposa, los hijos, los nietos, las nueras y los esclavos. Con poderes de vida y muerte -bajo sentencia privada- sobre sus subordinados, actuaba asimismo ante el Estado, los dioses, los asuntos públicos y los ritos sagrados.
La Edad Media, epicentro de control y castigo peculiar, estatuyó el látigo y el fuego como instrumentos apropiados para la purificación y la expiación de los pecados, anidados en el cuerpo “impuro” de los caídos por la desgracia delictiva o la desviación del pecado. Lapidación y flagelación, prácticas culturales comunes, atravesaron mares y fronteras hasta alcanzar las colonias europeas, donde adquirieron otra carga adicional: exclusión, racismo y explotación.
Reminiscencia extendida de aquellos ciclos tormentosos, la “pela” se inscribe en la cosmovisión del control disciplinario que, al hegemonizar su poderío político y religioso -recuerda Foucault- penetró tribunales, escuelas, cárceles y familia troncal. Hasta el Siglo de las Luces, la “pela” ejerció, en tanto tal, el rol crucial de institución rectora del castigo corporal.
Entre otras respuestas esperadas, el castigo reparte un dolor pretendidamente similar al daño causado por el hecho indebido; buscando que, a través suyo, sea restaurado lo que la falta ha provocado. Esa voluntad castigadora, en última instancia, radica en una fuerza sospechosa y reglamentaria que, por antonomasia, eclosionó del polvoriento principio latino Cuique suum tribuere: A cada uno según su merecimiento.
La disciplina física, aún vigente en varios países, prolonga ese divertículo remoto que genera lesiones, trastornos mentales, agresividad, alteraciones psicoemocionales, estrés, ansiedad y violencia cíclica en la adultez.
Cocotazos, halones de orejas, pescozones, bofetadas, cachetadas, puñetazos, nalgadas, patadas y “pelas”, culminan en una cadena de excesos que solo el tiempo desmiente y desnuda con descarnada crudeza…