La pena privativa de libertad y la cárcel como institución estatal nacieron y se extendieron durante el siglo XVIII, con gran entusiasmo, debido al progreso y superación que significaba desplazar las penas dominantes hasta ese momento, tales como: la pena de muerte y los castigos corporales, así como la mitigación de la crueldad y de la dureza del sistema penal vigente. Siglos después, el tiempo ha demostrado que muy poco ha contribuido a contener la criminalidad y que, al igual que sus predecesores, significa una sanción inadecuada para los tiempos actuales, porque sigue siendo inhumana, injusta y socialmente ineficaz, como bien ha sostenido el maestro Sainz Cantero.
La cárcel, y por supuesto, la pena privativa de libertad, son un verdadero fracaso encubierto y de cada uno de estos tres adjetivos calificativos se desprenden razones que nos invitan a reflexionar, una vez más, sobre la eficacia de las penas privativas de libertad.
Cuando decimos que la prisión es inhumana, nos referimos al régimen de aislamiento que implica estar privado de libertad, lo que, normalmente, afecta la personalidad del individuo degenerando en el conocido trauma que la ciencia llama psicosis carcelaria; se considera injusta porque huye de los factores sociales que provocan la delincuencia y descarga sobre el delincuente condenado la desigualdad y la injusticia social, y aunque la pena sea uno de los fenómenos más comunes y constantes en la vida social, en todos los pueblos, incluso los más primitivos y en todos los tiempos, incluso en los más remotos, no han faltado pensadores y científicos que hayan puesto en tela de juicio el fundamento de la misma, reputándola de injusta, inútil y hasta perjudicial.
Cuando decimos que la pena es ineficaz, nos referimos a que, desde el siglo XVIII hasta estos días, no ha logrado contener, mucho menos reducir, el fenómeno de la delincuencia ni los conflictos sociales. Más aún, la doctrina ha sostenido, con toda razón, que la prisión es un factor criminógeno que no logra alcanzar la resocialización que sólo consiste en un mero aislamiento que separa temporalmente al delincuente de la sociedad.
La nueva codificación penal nos trae un catálogo punitivo severo, riguroso e inflexible, a pesar de las críticas científicas y los detractores de la prisión y de la pena, con una nueva y elevada escala de sanciones que llega hasta los 40 años de prisión mayor y hasta los 60 años en cúmulo de penas por concurso real de infracciones y, peor aún, la acumulación de las penas en su ejecución cuando las personas sean condenadas en varios procesos penales, sabiendo, por demás, el legislador que la prisión tiene un efecto deteriorante y criminógeno, reproductor de clientela carcelaria, fijador y potenciador de roles desviados y condicionante de desviaciones secundarias, más graves que la primaria que motiva la prisionización. Esto lo interpretamos como una de las tantas consecuencias desocializadoras de la prisión, institución a la que el maestro Zaffaroni ha llamado “jaulas o máquinas de deteriorar personas”.
El análisis de la pena es indispensable, sobre todo en estos momentos de crisis de la misma y de la función rehabilitadora de la prisión. En particular, teniendo en cuenta que la doctrina ha desarrollado la teoría del delito como un sistema categorizador, secuencial y clasificatorio que estudia el fenómeno del delito, por lucir esta muy desmesurada en comparación con el evidente raquitismo de la teoría de la pena.
Aunque no haya ninguna legitimación de la pena que sea satisfactoria para todos los casos, nos quedamos con las ideas del maestro Tobías Barreto, quien sostiene que la pena no necesita justificación ni legitimación, porque es siempre un hecho político, un factum de poder que no habrá de desaparecer por mucho que se quiera deslegitimarla teóricamente. Frente a ella, sólo nos queda a los jueces aplicarla de manera racional. Lo racional debería ser la misión limitadora del derecho penal que, en función de la inevitable presencia política de la pena, resulta tan necesaria como legítima.
En la crisis epocal ha cobrado cuerpo la adoración idolátrica de la pena y del poder punitivo como entes omnipotentes, capaces de resolver todos los conflictos sociales e individuales. Es por eso, quizás, que el legislador en representación de la sociedad, ha entendido que el aumento de las penas es la medicina sanadora de todos los males sociales, sobre todo, cuando 60 años en prisión superan las posibilidades de la biología, atendiendo a los indicadores del promedio de vida en la República Dominicana.
Consecuentemente, las penas elevadas contrarían la esencia de los principios de proporcionalidad y humanidad de las penas, ambos erigidos en el Código Penal como un enunciado fundamental o rector, con elevados signos de veracidad y certeza jurídica, de los cuales se deriva gran parte de la construcción sistemática de este instrumento, además de la orientación constitucional de las penas privativas de libertad y sus consabidos fines rehabilitadores y resocializadores.
Esta especie de law fare del aumento de las penas podría agudizar la crisis del derecho penal contemporáneo, al pretender solucionar males sociales de la criminalidad con penas severas y desproporcionadas, haciendo un uso abusivo del sistema para lograr objetivos de corte populista, que, peligrosamente, podrían afectar la confianza en el sistema de justicia y en la democracia, convirtiéndola en una justicia emocional, al usar el derecho penal como una herramienta de poder, en lugar de un mecanismo imparcial propio de un Estado social y democrático de derecho.