Me decidí a gobernar asistido por el reino vegetal no porque abjurara de la estirpe de los hombres, sino más bien, atraído por las propiedades que en ese momento consideré que me eran eficientes en el orden natural y por supuesto en la política.
Alguien –cuyo nombre he decidido reservarme por algún tiempo—me apuntó que los gabinetes de gobierno no se integran con plantas o árboles, porque la madera solo sirve como estrado de los pies de los magistrados y del “scriptorium” de aquellos que escriben y despachan asuntos públicos.
Otro adujo, que a fin de cuentas era un asunto de reinos, y que al vegetal le había correspondido, en la cadena de la vida, sustentar al reino animal… nunca gobernarlo. Y sentenció que esa iniciativa era un disparate mayúsculo.
Pero los Cipreses infaustos de los cementerios me recordaron los asesinatos de los hermanos John y Robert Kennedy, irredentos por los Cerezos de Washington; y, que el primero de los Buendía murió desvariando amarrado a un árbol de Castaño, mucho tiempo después de que los Robles de Europa determinaran genealógicamente la prosapia de una heráldica ya marchita.
Todo esto a contrapelo de las naos capitanas que el Gran Almirante amarró de una Ceiba cuando desembarcó en la isla Española, siglos después de que Adán se atragantara con el fruto del Árbol de la Vida, procurando el conocimiento del bien y del mal.
Entonces pues, gobernemos con ellos, me dije a mí mismo, pero a desembozo y con transparencia, procurando la salud de la república. De inmediato dicté mi primer decreto.
El ciudadano Plátano, Ministro de Agricultura, en atención a los servicios prestados por éste, en el sostenimiento alimenticio de los dominicanos y en la configuración de una cultura gastronómica en la mesa nacional, ya como bastimento, ya como guarnición; ora como sopa que entona el intestino estragado por la disentería, ora en patacones que adornan el comedor más encumbrado o la cantina de un pasante.
Dispuse a seguidas que un Tamarindo asumiese, de inmediato, el Ministerio de la Presidencia, porque les está reservado a los tamarindos, amansar, aplacar y adormecer, desde el misterio de sus hojas que duermen de noche, y sus frutas agridulces que resumen las mieles del poder con el agraz y las contrariedades de la política, y que hacen de sus guarapos un zumo que libera a los embejucados.
Viendo la salud tan complicada, preferí establecer un Consejo Nacional de Salud, y me armé caballero con la punta de una penca de Sábila, y reivindicando al Orégano Poleo y sus propiedades de sanar los oídos de los niños lo integré en esas funciones, y me pareció bien hacerlo acompañar del Limón Agrio, que sirve para todo, y del Apasote para hacerle estómago a un pueblo siempre hambriento.
Revisé de inmediato la Justicia, y recordando que Débora, la jueza y profeta de Israel, administraba justicia y dictaba sus sentencias debajo de una palmera, entendí que por su rectitud y verticalidad no habría Procuradora General de la República más idónea que la Palma Real, de corazón misericordioso en el palmito, pero, de penacho insigne que apunta al firmamento, y orienta las centellas, administrando los designios y la ira del cielo.
A petición del gobierno cubano, pasé a examinar la solicitud de un plácet que me hacían para la designación de un embajador de ese país. Dicté a seguidas una nota diplomática a la Cancillería, con el siguiente texto: “Siempre hemos tenido como Embajador de la patria de José Martí—liberada por Máximo Gómez y Maceo—al Piñón Cubano, árbol éste que ha sustentado el ganado en tiempos de sequía, alimentando las reses, calmándoles la sed… y que nos sirve de cerca viva en los potreros.”
Cuando se presentó en mi mente la noción del orden público expresada en instituciones como el Ministerio de las Fuerzas Armadas, la Dirección de la Policía Nacional y el Ministerio de Interior y Policía, asocié este concepto imprescindible en la paz pública, al Guayacán, de reciedumbre incontrovertida, y capaz de devolverle el juicio al más revoltoso.
Pero no todo es juicio y represión en el gobierno, es tarea fundamental de todo estado educar al hombre y la mujer, sacarlos de la ignorancia, arándolos como buena tierra con el abecedario en las manos de los maestros que sostienen al mismo tiempo: “La Moral Social” del señor Hostos y el Evangelio de Cristo…
Entonces, a seguidas, como en un vértigo, me trasladé a la sombra de las Almendras donde fui alfabetizado, para remontar en el recuerdo, y les he pedido a ellas que nos cobijen bajo sus ramas del ardor implacable de las mentiras y el error, y que sin apuros nos adentremos a la verdad, concluyendo, que el país a la sombra de la educación no perecerá nunca.
Un Mangle Colorado acompañado de un Eucalipto, me presentaron un proyecto para controlar marismas y secar pantanos (recuerdo que el Mangle me insistía mucho en la defensa de las costas y los ecosistemas marinos). Ante la pertinencia de sus formulaciones indiscutibles, les encargué a ambos de su pronta ejecución.
Se acercó entonces, un Bambú hablándome de vientos que deben ser aplacados; y, conjuré una hambruna con Mangos, con muchos Mangos banilejos, que hice sembrar y fomentar.
Ya tenía casi conformado el gabinete, cuando escuche a lo lejos el sonido reclamante de unos tambores y, de inmediato pasé a discernir su procedencia. En primer lugar, rechacé que vinieran de la festividad atribuible a los Congos del Espíritu Santo, porque no estábamos en sus fechas, que todo el mundo sabe que se celebran en Villa Mella, desde el siglo XVI, el 7 de octubre, para las Fiestas de la Virgen del Rosario; por otra parte, tampoco se trataba, evidentemente, de una Fiesta de Palos, porque, los atabales dominicanos, nunca convocan al odio, ya que por su naturaleza festejan a vírgenes y santos, el 18 de septiembre.
Entonces vinieron a mi pensamiento los tambores de Mackandal, que se tocaron en el “Saint-Domingue” francés, con una finalidad muy distinta a nuestra cultura de percusión, ¿qué hacemos? Pensé. Está claro, me dije a mí mismo, como las Ceibas andan un poco escasas por aquí, designé, a un árbol Palo Blanco, como Ministro de Cultura, porque de su madera se fabrica la tambora dominicana. La tambora que sostiene el merengue, alegra nuestras fiestas y acompasa nuestra vida republicana. Rematada por un lado, con una piel de chiva hembra, y el otro, con cuero de chivo macho.
A seguidas, me fue revelado que gobernar es respetar, y ordené que salváramos al monte nuestro de su desaparición oprobiosa por la codicia de los hombres. Para estas tareas, me auxilie también, de mi amigo: Juan Primero, que reforesta generoso y sus frutas alimentan las aves.
Pero nada fue más edificante que el día que los convoqué a todos a un Consejo de Gobierno, para que analizáramos la situación del país, y asistieron Candelones, Caobas y Caimonís; Guayabas, Grosellas y Cocos de Agua, seguidos de Aguacates, Pangola y Estrella Africana, y ellos puestos de acuerdo, que se servían como vocero de una Guanábana—asistida por un Ébano Verde—me manifestaron, en un Memorial de Gabinete Verde, sus conclusiones finales:
“Si deseas salvar al hombre dominicano, habrás de inculcarle que en este mundo, que en esta media isla, todo está interrelacionado, y que todo ser vive, aun el más encumbrado, porque el más insignificante también existe, integrados a un Todo: el Absoluto, que viviendo en nosotros manifiesta la integridad de la vida.”