Donald Trump sigue siendo el fenómeno político más disruptivo de nuestro tiempo, pero también el más incomprendido. Su liderazgo —carismático, polémico y visceral— ha sido capaz de desafiar a la clase política tradicional, pero también de desgastarse en su propio exceso. Hoy, mientras las encuestas reflejan una caída pronunciada en su aprobación, lo que está en juego no es solo su futuro político, sino la salud emocional de una nación atrapada entre la inflación y la polarización.
Los números son claros. La más reciente encuesta nacional de CNN sitúa su aprobación en 37%, el nivel más bajo de su segundo mandato. En otras mediciones, apenas alcanza el 41%. Si la economía fue su principal carta de triunfo en 2016, ahora se ha convertido en su talón de Aquiles. El costo de la vida se ha disparado: los alimentos aumentan un 3%, los servicios médicos casi un 4% y la electricidad un 5%. Los votantes sienten que el dinero no alcanza, y más de la mitad de los estadounidenses —especialmente los hispanos— consideran que sus políticas económicas han empeorado su situación. El discurso de prosperidad ya no conecta con los bolsillos vacíos.
Trump, sin embargo, no ha perdido su instinto de showman. Su gobierno ha destinado millones a remodelaciones ostentosas mientras recorta subsidios sociales y programas de salud. En un país donde la desigualdad se ha convertido en el nuevo lenguaje del descontento, esos gestos de lujo contrastan con las penurias cotidianas. A eso se suman sus decisiones más controversiales: las redadas migratorias, la retórica incendiaria y las deportaciones masivas. Los votantes latinos —bloque clave para cualquier aspirante a la presidencia— han pasado del desencanto al rechazo. Solo un 25% mantiene una opinión favorable, frente al 44% de inicios del año. Incluso entre los republicanos hispanos, el apoyo se ha desplomado.

La paradoja de Trump es que su fortaleza política —su capacidad de polarizar— es también su mayor debilidad. La sociedad estadounidense está más dividida que nunca, no solo en ideas, sino en emociones. La política se ha convertido en una guerra de identidades, donde los votantes ya no eligen tanto por convicción como por repulsión hacia el otro. En ese terreno, Trump se mueve con soltura. Pero esa estrategia, eficaz para mantener viva la llama de la confrontación, no garantiza gobernabilidad. Ni crecimiento.
Su crisis más reciente —el cierre de gobierno más largo en la historia del país— acentuó la percepción de caos. Ocho de cada diez estadounidenses lo consideraron una crisis grave, y el 61% desaprueba su manejo. El poder, cuando se usa para dividir, acaba dividiendo también a quien lo ejerce. Su liderazgo parece hoy más una marca que una visión. Y toda marca, cuando deja de inspirar, se desgasta.
De cara al futuro, los demócratas enfrentan su propio dilema: resistir la tentación de girar demasiado a la izquierda. Trump solo necesita que sus adversarios se equivoquen para volver a ser el outsider que el sistema teme. Pero incluso si lograra recuperar el favor del electorado, su desafío sería otro: convencer a los estadounidenses de que todavía encarna el sueño que una vez prometió.
Porque el problema ya no es solo político. Es psicológico. El cansancio con el ruido, los insultos y la constante sensación de crisis ha erosionado la paciencia del votante promedio. Trump sigue siendo el mismo, pero su país ya no lo es. La pregunta, en el fondo, no es si los estadounidenses seguirán apoyándolo, sino cuánto más están dispuestos a tolerar su estilo.
La popularidad, como el poder, se gana por convicción y se pierde por saturación.