Desde junio del 2023 hasta agosto del 2025, los indicadores oficiales registran una tasa de inflación controlada, aunque a octubre retomó superar la meta del 4.0 %. El Banco Central señala estabilidad del índice de precios al consumidor (IPC), moderación en algunos grupos y reducciones puntuales en otros. Sin embargo, cuando se consulta al ciudadano común si siente alguna mejora en su bolsillo, la respuesta suele ser la misma: “No. Todo está más caro”. Surge entonces la pregunta central: ¿es esta una percepción subjetiva o una realidad económica que las estadísticas no alcanzan a reflejar plenamente? La respuesta combina ambas dimensiones: existe una base objetiva que sostiene el sentimiento de encarecimiento y, al mismo tiempo, mecanismos psicológicos que amplifican esa percepción.

Un primer punto clave para entender esta brecha entre datos y sensación es la diferencia entre inflación, desinflación y deflación. Cuando la inflación baja, los precios no retroceden; únicamente suben más despacio. En la desinflación, los precios continúan aumentando, aunque a un ritmo menor; en la deflación, sí disminuyen. Pero en la práctica, la economía rara vez entra en deflación.
Por eso, cuando las estadísticas indican una inflación más baja en un mes o un año, el consumidor espera precios más bajos, pero eso no ocurre. El ejemplo del plátano es ilustrativo: si un plátano costaba 20 pesos y luego sube a 25, su aumento es de 25 %. Si después pasa de 25 a 27, el incremento es de 8 %. La inflación bajó, pero el precio del plátano sigue más alto: 27 pesos frente a los 20 originales. La inflación acumulada mantiene el precio en un escalón permanentemente superior. Este sencillo ejemplo muestra por qué el consumidor no siente alivio: aunque la inflación se desacelera, los precios que ya subieron no regresan, mucho menos se borran.
La canasta personal de consumo tampoco coincide con la del índice oficial. El IPC es un promedio ponderado de 364 bienes y servicios, pero ningún hogar real consume exactamente esos mismos productos, en esas proporciones ni con esa frecuencia. Los economistas llamamos a esto heterogeneidad del consumo. Algunas familias destinan más proporción de su ingreso a alimentos, transporte o alquiler, que suelen ser rubros rígidos y con aumentos persistentes. Si los precios que bajan son, por ejemplo, televisores o electrodomésticos, pero no los víveres, carnes o servicios que consume a diario la gente, la reducción del IPC no se traduce en una baja en la inflación personal. Así, una familia cuyo gasto principal es comida puede experimentar una inflación superior a la que presentan las estadísticas.
La frecuencia de compra también influye en la percepción. Los bienes que se adquieren diariamente pesan más en la mente del consumidor que los que se compran una vez al año. Por eso, una subida en el precio del pollo, el arroz o el transporte urbano se siente de inmediato, mientras que una rebaja en un televisor no alivia la sensación de encarecimiento. Este fenómeno se conoce como peso subjetivo de los precios: la mente humana no promedia todos los rubros por igual. La economía del comportamiento ha demostrado que lo que se compra con mayor frecuencia define la percepción del costo de la vida.
Otro factor es la rigidez a la baja de muchos precios esenciales. Los alimentos frescos, el alquiler, el transporte urbano, los servicios regulados, los medicamentos y la educación rara vez bajan, incluso cuando la inflación del país disminuye. Sus estructuras de costos son poco flexibles: salarios, energía, logística, alquileres comerciales y materias primas tienden a ajustarse hacia arriba pero no hacia abajo. Además, muchos formadores de precios evitan reducirlos por temor a no poder incrementarlos luego o por expectativas inflacionarias persistentes. Esto significa que aun si el IPC baja por la caída de precios de algunos bienes, los rubros esenciales que determinan la vida cotidiana no acompañan ese proceso.
La inercia inflacionaria es otro elemento central. Cuando un país experimenta inflación elevada durante un período prolongado, sus efectos continúan incluso cuando la inflación empieza a moderarse. Los contratos de alquiler ya se ajustaron hacia arriba, las empresas reorganizaron sus costos anticipando nuevos incrementos, los salarios se renegocian tarde y las expectativas inflacionarias siguen influyendo en la formación de precios. Esto provoca un desfase entre la estabilidad estadística y la realidad del bolsillo.
Aun si los precios dejan de subir con fuerza, el salario real tarda meses —y en ocasiones años— en recuperarse. En dominicana, esta brecha se agrava por un componente adicional: desde 2017 no se realiza la indexación por inflación en la escala del impuesto sobre la renta. Esto empuja a muchos asalariados hacia tramos más altos de tributación sin haber aumentado su poder adquisitivo, en un proceso conocido como inflación tributaria.
A todo lo anterior se suma el componente psicológico. La aversión a la pérdida —muy documentada por la economía del comportamiento— establece que las personas sienten con mayor intensidad las pérdidas que las ganancias. Por eso una subida de precios impacta más que una eventual bajada. Además, las reducciones suelen ser silenciosas, graduales o limitadas a ciertas marcas o comercios, mientras que los aumentos se sienten de inmediato. La memoria del consumidor retiene con más fuerza los episodios de aumentos abruptos. Si el pollo subió de 70 a 90 pesos y luego baja a 85, lo que la gente recuerda no es la baja de cinco pesos, sino el salto de 15. Lo mismo ocurre con el aceite, el arroz o los huevos. Esta asimetría psicológica sostiene la sensación persistente de encarecimiento.
La comparación que hace la gente tampoco es mensual. No piensan: “este mes subió menos que el anterior”. Lo que comparan es el presente con un punto del pasado que consideran normal antes de que los precios se dispararan. Esta comparación Inter temporal hace que incluso cuando los precios se estabilizan, sigan pareciendo altos. En la práctica, una vez los precios suben a un nuevo escalón, rara vez regresan. Por eso, la inflación del pasado continúa moldeando la percepción del presente.
Entonces, ¿es realidad o sensación que todo está caro? La respuesta es doble. Es realidad porque los precios actuales están en niveles más altos que hace cinco años, los salarios tardan en recuperar el valor perdido, los bienes esenciales son rígidos y las estructuras de costos empresariales permanecen elevadas. La inflación acumulada desde agosto de 2020 hasta septiembre de 2025 alcanza un 32.5 %. En términos concretos, el costo nacional de la comida de una familia pasó de RD$ 36,084 mensuales en agosto de 2020 a RD$ 47,797 en septiembre de 2025, un aumento de RD$ 11,713. Con variaciones acumuladas así, la percepción de encarecimiento tiene fundamento, es realidad.
Pero también es sensación porque la mente magnifica las subidas, minimiza las bajas, recuerda el mejor momento del pasado como referencia y vive la inflación no a través del promedio estadístico, sino del precio del arroz, el pollo, el plátano o el pasaje. La canasta del IPC no es la canasta personal de cada familia y la frecuencia de compra amplifica la percepción de los incrementos.
En síntesis, la sensación de que “todo está caro” se origina en la combinación de precios elevados por la inflación acumulada, rigidez en los bienes esenciales, rezago salarial e interpretación psicológica de los precios. Mientras los indicadores muestran una economía con precios que se estabiliza, el ciudadano aún no siente esa mejoría en su vida cotidiana. Esa brecha entre las cifras y la experiencia es, al final, donde se forma la percepción social del costo de la vida.