La historia a veces ofrece oportunidades que no se presentan como ejercicios de poder, sino como alianzas necesarias entre democracias que enfrentan amenazas comunes. La reciente visita del secretario de Defensa de Estados Unidos, Pete Hegseth, a la República Dominicana es uno de esos momentos: un punto de inflexión para el Caribe democrático y la seguridad hemisférica.
Algunos han querido ver esta visita como una muestra de intromisión extranjera. Otros, como una demostración de fuerza. Quienes analizamos los patrones históricos del poder—y quienes escuchamos a los principales arquitectos de la política exterior estadounidense—vemos otra cosa: una convergencia estratégica entre dos naciones que entienden que el orden no se defiende solo.
Pocos conocen la región como el actual secretario de Estado de Estados Unidos, Marco Rubio, exsenador y uno de los expertos más reconocidos en Asuntos del Hemisferio Occidental. Rubio lleva más de una década advirtiendo sobre el avance de los regímenes autoritarios en América Latina, sobre las redes del narcotráfico que operan desde Caracas y sobre la presión migratoria que erosiona los cimientos de los Estados democráticos. Sus advertencias no eran retórica política; eran diagnósticos precisos de un deterioro estratégico en marcha.
Hegseth, por su parte, representa el enfoque operativo. Su mensaje en Santo Domingo fue directo: cuando las democracias cooperan, sobreviven; cuando se aíslan, quedan a merced de fuerzas que no respetan ley ni frontera alguna. Su presencia en territorio dominicano no fue para dictar órdenes, sino para ofrecer herramientas concretas: vigilancia aérea y marítima, cooperación logística, capacidades de interdicción y apoyo técnico en la lucha contra el crimen transnacional. La República Dominicana comprende esta dinámica mejor que nadie. Su éxito económico, su estabilidad política y su liderazgo turístico dependen de un Caribe seguro. Y no puede haber seguridad cuando organizaciones criminales utilizan rutas dominicanas como puente hacia Puerto Rico y la costa este de Estados Unidos, o cuando la crisis venezolana continúa generando migración irregular que presiona servicios sociales y alimenta redes de trata de personas.
Aquí es donde la visión de Rubio y el enfoque de Hegseth convergen: las alianzas no disminuyen la soberanía; la protegen. Lo que vemos no es un episodio aislado, sino un patrón histórico: las democracias, cuando actúan juntas, imponen orden; cuando actúan solas, invitan al desorden. Para la República Dominicana, esta colaboración con Estados Unidos no es un acto de dependencia, sino de responsabilidad. Es reconocer que el Caribe se ha convertido en un punto de tránsito vital para carteles con recursos superiores a los presupuestos de muchos países. Es entender que regímenes autoritarios usan el crimen organizado como instrumento de política exterior. Y es afirmar que la soberanía se defiende mejor cuando se cuenta con aliados que comparten valores y riesgos.
El presidente Luis Abinader lo ha entendido con claridad. Abrir espacios de cooperación técnica y operativa con Estados Unidos fortalece la capacidad dominicana de proteger sus costas, sus cielos y su prosperidad. Y Washington, bajo Rubio en el Departamento de Estado y Hegseth en Defensa, envía una señal inequívoca: la seguridad del Caribe vuelve a ser un interés vital estadounidense. En un momento en el que el autoritarismo, el narcotráfico y la migración forzada amenazan la estabilidad regional, la República Dominicana y Estados Unidos están sentando un precedente distinto: el de dos democracias que se niegan a retroceder.
Esa es la visión que impulsa a Rubio, que ejecuta Hegseth y que, hoy, comparte la República Dominicana: la convicción moral de que la libertad, para sobrevivir, debe ser defendida juntos.