De acuerdo al académico Samuel Moyn (2010), ante el fracaso de los otros sistemas políticos y socioeconómicos, el sistema de valores de los derechos humanos pasó a ser la última utopía. Es decir, ante el fracaso, por ejemplo, del socialismo como camino para la emancipación humana, cuando la fe en la ciencia se enturbia, cuando el mercado desenfrenado no ha devenido en la solución a las desigualdades económicas: la defensa y promoción de los derechos humanos es el ideal que mantiene viva la esperanza de que el porvenir puede mejorar, muy a pesar de los numerosos tropiezos y vicisitudes.
Siguiendo el planteamiento de Jürgen Habermas, podemos sostener que la democracia liberal y los derechos humanos están conceptual y ontológicamente vinculados en cuanto se presuponen mutuamente. Es decir, un régimen político en el cual se reconoce la igualdad de derechos y la cosoberanía para todos los ciudadanos parte de un marco que garantice las libertades y los procesos para hacer efectivos esos derechos. De igual modo, el régimen de derechos humanos es cónsono con un marco político que canalice efectivamente las exigencias fundamentales de la sociedad y priorice su protección.
Sin ánimo de hacer un recuento exhaustivo, podemos rastrear los antecedentes de esta confianza optimista en el rumbo de la historia y su fe en el progreso que nos depara la Ilustración, periodo en el cual se sentaron las bases de los principios esenciales, los valores e ideales defendidos y promovidos por la democracia liberal
moderna. A partir de entonces, y en todas las latitudes, estas aspiraciones se tradujeron en una serie de regímenes políticos y socioeconómicos que prometían dar respuesta a esas aspiraciones de bienestar y emancipación.
Los procesos independentistas en América, las revoluciones europeas y las luchas reivindicativas en África u Oriente, se explican y vinculan al ideal de progreso que orienta una esperanza de que todo puede ser mejor, que es posible lograr bienestar individual y colectivo.
No obstante, es a partir de 1945, pero sobre todo a partir de los procesos a los cuales Huntington denominó la tercera ola democrática, iniciada en la década de los 70s, en particular en 1974, con la revolución de los claveles el 25 de abril de 1974 en Portugal, cuando los ideales de la democracia liberal y los principios de los derechos humanos adquirieron una aplicación real y una vigencia global que les convirtió en aval de la legitimidad de los regímenes políticos y de los gobiernos. Con esto, los derechos humanos dejaron de ser una cuestión meramente jurídica y se transformaron en un cuerpo moral y político, en un valor cultural con alcance global, sobre el cual se entrelazan las relaciones entre los Estados y los cada vez más relevantes actores no gubernamentales de alcance transnacional, como, por ejemplo, Amnistía Internacional o Human Rights Watch.
De esta manera, los derechos humanos llegaron a finales del siglo XX como un proyecto de «moralidad internacional legalizada» y como espacio para atribución de responsabilidad del Estado (Moyn, 2015, p. 154).
Como afirma David Kennedy, los derechos humanos se han posicionado como el canal de expresión por antonomasia de todas las reivindicaciones sociales, pero desde abajo, lo que implica que todos los reclamos populares adquieren legitimidad y atención cuando se traducen al lenguaje de los derechos humanos y se manifiestan dentro del marco político-legal de la democracia. Bajo la bandera de los derechos humanos convergen una multitud de aspiraciones disímiles que, en esencia, buscan la trasformación social, el bienestar, la paz, la dignidad, la igualdad y el fin del autoritarismo.
Sin embargo, los últimos procesos geopolíticos, las consecuencias de la pandemia y la persistencia del flagelo de la guerra impelen a una clara diferencia entre el ideal de progreso de pensadores como Rodó, quien confió firmemente en el esfuerzo humano y su posibilidad de alcanzar un futuro promisorio, y la desesperanza del momento actual. En palabras de Zigmunt Bauman: “El progreso, en resumen, ha dejado de ser un discurso que habla de mejorar la vida de todos para convertirse en un discurso de supervivencia personal.”
Centrándonos en nuestra región, podemos hablar de un “tiempo convulso”, en el cual Latinoamérica se aleja de la estabilidad social y política que había alcanzado desde finales de los años 90’s. La democracia registra su quinto año consecutivo de retroceso y recibió el año pasado su puntaje más bajo en la historia del índice de Freedom House. En áreas en las que la región había avanzado —en proceso electoral y pluralismo, así como en libertades civiles— hemos visto recientemente una regresión con fuertes tendencias autoritarias. Esto nos dice que las naciones latinoamericanas
atraviesan por serias dificultades democráticas, agravadas por restricciones a las libertades civiles durante la pandemia.
Vivimos un retroceso en la aplicación de los valores democráticos y sus instituciones, con su consecuente aumento de las violaciones de los derechos humanos. Varios gobernantes han vaciado de contenido el concepto de democracia y de derechos humanos, abusando, incluso, de los procesos legales. Debemos incluir también, en algunos casos, a los poderes legislativos como entes retardatarios.
De hecho, los organismos y los mecanismos con los que contamos, como la Carta Democrática Interamericana, fueron concebidos en un contexto y para responder a un tipo de amenazas tradicionales a la democracia y los derechos humanos, como los típicos golpes militares de antaño, que distan mucho de los desafíos actuales, como: frenar la manipulación de la información y de los procesos electorales a través de las nuevas tecnologías, impedir el abuso de las instituciones para violentar o burlar la soberanía popular, e impedir que una mayoría electoral de pie a la restricción de derechos, etc.
Frente a las nuevas circunstancias carecemos de los conceptos adecuados, por lo que estamos obligados a repensar y expandir el léxico de los derechos humanos. Una reaproximación conceptual, no sólo tiene la capacidad de describir, sino incluso abre la posibilidad de crear una nueva categoría. Así, después de la Segunda Guerra Mundial, dos juristas de ingente talla intelectual hicieron un enorme esfuerzo teórico por elaborar conceptos jurídicos que subsanaran el entonces vacío pragmático e institucional y que dieran respuestas a las aspiraciones de la
colectividad. Con los conceptos de: crímenes contra la humanidad y genocidio, Hersch Lauterpacht y Raphael Lemkin caracterizaron crímenes con giros inéditos del léxico jurídico que abrieron la puerta para la creación de instituciones jurídicas concretas, para investigar y castigar un tipo de crímenes atroces, permitiendo avanzar el derecho internacional de los derechos humanos. Conceptualizar permite crear procesos.
En la coyuntura actual, la ausencia de un léxico de derechos humanos apropiado para describir adecuadamente las violaciones actuales a los procesos democráticos y a los derechos humanos da pie a que el cinismo y la desesperanza se adueñen de la política. De hecho, como afirma Jesús Silva-Herzog Márquez, la pérdida de la esperanza hace que el liberalismo político se haya transformado en conservador, lejos de dirigirnos a un futuro prometedor, hoy parece que los liberales están a la defensiva, que no tienen nada nuevo que aportar y son los gobiernos autoritarios los que se presentan como portadores de un futuro promisorio y novedoso.
El escenario internacional a veces resulta un teatro patético, cuando se nos presenta la democracia y la defensa de los derechos humanos como un ejercicio fracasado o incompatible con el progreso social y económico, incapaz de gestionar un genuino Estado de bienestar para la mayoría de los ciudadanos.
Ante la apatía, el gobierno dominicano afirma contundentemente que solo los valores democráticos y el respeto a los derechos humanos pueden llevarnos a un desarrollo sostenible, duradero e incluyente de todas las personas. Esta apuesta se ha materializado en nuestra política exterior en la alianza informal que originalmente creamos con Costa Rica y Panamá.
Fundamentados en el programa de política exterior, aprovechando el escenario internacional y gracias al rol explícito de la democracia y los derechos humanos en el programa del gobierno del presidente Luis Abinader, surgió del diálogo con Costa Rica y Panamá la Alianza para el Desarrollo en Democracia. La Alianza o ADD es una alianza informal que se materializó en la reunión de los presidentes de los tres países en el marco de la 76 Asamblea General de las Naciones Unidas en septiembre del año pasado.
Basados en los valores democráticos y los derechos humanos, la Alianza buscó desde sus inicios visibilizar nuestros países, concertar posiciones comunes en política exterior, y trabajar en conjunto para promover las exportaciones y atraer inversión extranjera.
La ADD ha cautivado la atención internacional. Así lo reconoció el presidente Biden en diciembre pasado cuando en sus palabras de cierre de la Cumbre por la Democracia, manifestó que esta “es una iniciativa inspiradora y un ejemplo a emular”.
Aprovechando el marco de la novena Cumbre de las Américas en Los Ángeles el pasado junio, Ecuador se unió a la Alianza, siendo formalizado su ingreso en Nueva York el pasado mes de septiembre.
En la actualidad la Alianza tiene cuatro grandes pilares: 1) La gestión política, liderado por Panamá; 2) La cooperación internacional, liderado por Costa Rica; 3) El comercio exterior y atracción de inversión, liderado por nuestro país; y 4) La sostenibilidad medioambiental, liderado por Ecuador.
Ahora bien, estos pilares de trabajo y las metas programáticas son coyunturales. El verdadero fundamento de la ADD es la confianza en la democracia y en los derechos humanos como utopía concreta, como el único régimen político que, aún con errores y tropiezos, puede lograr un futuro mejor que no está predeterminado.
Desde su misma definición la ADD pretende recuperar la esperanza de que un mundo mejor es posible, si trabajamos con ahínco por ello todos los días.
En todo esto, es sumamente importante el liderazgo político concreto que ejercen nuestros líderes. En nuestro país existía un vacío en el discurso en torno a los derechos humanos. Nuestros presidentes, nuestros políticos, no hacían referencia a la democracia y los derechos humanos como valores fundamentales de su proyecto político.
Afortunadamente, contamos con un presidente que está convencido de que su legado institucional y político está íntimamente vinculado al respeto de los derechos humanos y su apego a los principios democráticos. Recientemente en un discurso sobre la política exterior dominicana ante la Cámara Americana de Comercio (AMCHAM) señalé que:
“República Dominicana está atrayendo considerable atención internacional. El presidente Luis Abinader llegó al poder con un bono democrático y todas las instituciones del gobierno han venido trabajando de manera sincronizada por enfrentar los retos extremos que se han presentado. Bajo el liderazgo del presidente Luis Abinader y la vicepresidenta Raquel Peña, este gobierno ha mostrado enorme resiliencia, creando una nueva imagen para el país en el mundo.”
Esta nueva imagen y el nuevo rumbo del desarrollo del país reflejan la convicción de un gobierno inexorablemente democrático. Sí, nos falta madurar nuestras ideas, pero el camino es claro: se trata de realzar el estandarte de que el único sendero para un desarrollo sostenible es a través de la democracia. Solo en democracia habrá un genuino desarrollo.
Muchas gracias.