En el sentido básico de la tradición, ¿qué nos queda de la Navidad? ¿Qué ha sobrevivido de este ritual, cuyo acervo cultural enfrenta la posmodernidad y su agresivo borrador del pasado? Desmanteladas, cuando no pulverizadas, las piezas de la tradición sortean las garras de una época que amenaza y juega a cambiarlo todo. Sacudido en la raíz, un tronco de siglos se balancea. La Navidad, intenta mantenerse a flote en medio del oleaje insuperable del mercado que, rasante, gana cada pulgada de terreno cultural, sin oposición ni contemplaciones.
La fortaleza lograda por el dios Mammón, frente a cualquier alternativa, hegemoniza soberbiamente. Adueñándose del discurso de lo inmejorable y la soberanía de lo indestructible. El dios de la avaricia y la avidez (maximización de los beneficios) ha destronado cualquier creencia, deidad, categoría o idea empinada como valor supremo. Impiadosos, vivimos los tiempos triunfales del mercado. Bestia amable que da tormento y gratificación al mismo tiempo. No entiende de tradiciones ni sentimientos; y si acaso afloran, será para explotarlos a su antojo, en utilidad, ganancia y rendimiento.
Sin embargo, tampoco es cierto que todo tiempo pasado fue mejor. Nostalgia y melancolía son experiencias emocionales que pueden mezclarse, incluso solaparse, rememorando la carga más liviana y menos espinosa del pasado. Impresiones diferentes que inducen sensaciones muy cercanas a la tristeza y añoranza por lo perdido; la falta, que pudiendo ser tan real como imaginaria, renombra la ausencia de un pasado enmudecido pero pertinaz.
Joke J. Hermsen, en su ensayo “La Melancolía” (2019), hace consideraciones punteras sobre ambos conceptos y estados del alma. Nostalgia viene del griego nostos (regreso, pasado) y algos (dolor, tristeza o sufrimiento). Es la tristeza del pasado, ese sentimiento agridulce que anhela regresar atrás y ambiciona algo transitorio; es el tiempo ido que asociamos al bienestar y la felicidad ya diluida. La melancolía procede del término melan chole, que se traduce como “bilis negra”, uno de los cuatro humores que en la antigüedad médica y clásica sostuvieron Hipócrates y Aristóteles. Remite a la forma primigenia del sufrimiento psíquico, entre la abulia y el abandono presente. Sensación inestable y ambivalencia de la tristeza, para el consuelo, la esperanza, la alegría, la belleza. Inventariamos, a escondidas o bajo asedio público, la idea nostálgica de aquello que perdimos, porque, ante a la resistencia del presente, sabemos que jamás volverá.
Acudimos, en ocasiones con dolor, a las pequeñeces que nacieron y superaron generaciones y que ahora se marchan de nosotros como polvo en el viento, suplantando cada vacío y cualidad con nuevas mercancías, objetos de consumo y artefactos para la comodidad. De la vieja tradición navideña tan sólo queda lo que el viento del mercado nos dejó, o no ha querido llevarse. Migajas culturales sobrevivientes, coladas del fondo de su estómago gigantesco y voraz. Muy seguro de que llegará el día en que ya no queden ni sombras ni pasado de aquel tiempo que, corriente y afectuoso, resistió la embestida final del dinamo consumista. Vivimos al acecho de la próxima hora de caducidad. Atentos a la salida pomposa de una marca referente y –según Byung-Chul Han–, a la espera del anuncio premonitorio que narrará la desaparición decretada del penúltimo ritual Impreciso es creer que la tradición, absuelta por la inocencia del pasado, fue siempre un dechado de felicidad. Aunque la certeza del momento tradicional traía sosiego, sabíamos de antemano cómo era y a qué pronóstico atenernos. De modo opuesto, hoy resulta cada vez más complejo descifrar a dónde vamos, y menos aún, hacia dónde deberíamos ir. Fuimos, al menos con limitación sincera, testigos de un lugar concreto, donde podíamos despejar las variables de las cosas que alguna vez concebimos prioritarias, y que ya, enroscándose en el oscuro hueco de la incertidumbre y el desconcierto, van tiradas por el carro más raudo, solitario y egoísta de la historia.
La Navidad podía, aun momentáneamente, alejarnos de otros demonios y molestosos tormentos. Mucho o poco, su éxito relativo fungió en tanto época de acercamiento, frágil consuelo y solidaria vecindad. Por contra, entre ráfagas de publicidad y sórdidas luces del espejismo, el presente nos entrega un paquete hedónico que la nueva cultura catapulta de avanzado y triunfalista. Hermsen reflexiona que “la sociedad actual parece sumida en un profundo estado de melancolía, situación reflejada en el número elevado de personas que sufren algún tipo de depresión.” Que pese a representar la época de progreso y adelanto material, parecería que retornamos al “Weltschmerz” (cansancio del mundo) del Siglo XIX: Una forma de melancolía que alude al convencimiento de que el mundo real es incapaz de satisfacer los anhelos del espíritu…
Más de 400 millones de personas en distintos lugares del planeta padecen trastornos de ansiedad y estados anímicos sombríos, demandando cantidades industriales de antidepresivos. Problema que en el último cuarto de siglo ha multiplicado por cuatro el uso de tales medicamentos. El pesimismo, a veces irracional, es muda costumbre que los humanos adicionamos al porvenir: Ante realidades indescifrables tendemos a mitificar aquello que todavía no ha llegado. Pero en la posmodernidad no se trata de eso. Hermsen advierte que no saber a dónde vamos y a dónde deberíamos ir, alimenta la añoranza del tiempo que, al menos sabíamos cómo era y qué nos deparaba; que le colocaba cierto techo al hogar desierto del desamparo y los desaciertos.
La destradicionalización de Occidente es un evento incontestable que azota los componentes de su vasta cultura secular; donde, de pronto, truecan los espigones históricos de su propio sostén. Con todo, dentro de avatares innumerables, la Navidad convoca y nos define un poco. Atrae recuerdos, alimenta sensaciones que, interiorizadas por el espíritu de una época, sobreviven a contramano de la borrasca postmoderna. Para esta generación (probablemente, la última) quedan, bordadas por la testarudez de la memoria, las alas batientes de aquel sentimiento alegórico, alentador del centelleo borroso de la nostalgia, instando a mirar hacia algún pasado que…casi fue feliz. Como lienzo degastado del que podemos extraer la silueta memoriosa de un ave oscura, o las plumas revoloteadas por el parpadeo visitante de la más profunda melancolía.
La cultura del rendimiento a cualquier precio ha desterrado “el análisis pensado”. Para Hermsen y Han, vivimos quizás peor preparados o somos más débiles, para encarar pérdidas, decepciones y contratiempos. Sabemos igual, que la cohesión social ha roto y desviado, en buena medida, tejidos nervales y objetivos comunes, rumbos y proximidades. Hace unos días el Papa Francisco clamó por defender la fiesta de la Navidad “del modelo comercial y consumista actual”. Pero su invocación llegó tarde. El inquilino feroz de la nueva fe (el mercado) ha desplazado, sustituido y enmendado bastante, por voluntad férrea y autoritaria vocación. Los humanos tenemos tanto de qué maravillarnos como de qué arrepentirnos. Sin olvidar que la mayor gratificación inicia y está grabada en la edad de oro de nuestra infancia. La nostalgia, nave ciega de las emociones y la memoria, es el penúltimo esfuerzo por retornar al niño que, sin saber y sin querer, abandonamos irremediablemente para siempre.
Porque el pasado, cuando fue de nuestro agrado, es el único paraíso del que no puede expulsarnos la vida. Porque, cuando dejemos de sentir nostalgia, habremos dejado de ser humanos.