Esta frase se puede aplicar en temas personales, de negocios… o en política. Muchas veces puede parecer difícil de rebatir, pero no cuando se pasa sobre principios y valores.
Lo vivido en El Salvador el domingo 4 de febrero no tiene precedente en ese país y muy pocas veces se ha visto en América que un presidente sea elegido con más del 80% de los votos, algo inusual en una democracia y en elecciones sin manipulación y totalmente abiertas a la participación de candidatos.
De hecho, la tendencia en el siglo XXI es que solamente los dictadores logran cifras abultadas de votos a su favor: Nicolás Maduro en 2018 (67.8%) y Daniel Ortega en 2021 (75.1%), tuvieron buenos resultados, aunque inferiores al de Nayib Bukele (86.7% de los votos), con la salvedad de que ambos dictadores de Venezuela y Nicaragua se encargaron de impedir la participación de los principales líderes de la oposición, además de mantener un control absoluto de los medios de prensa.
Mientras, otros políticos latinoamericanos han ganado con ventajas más estrechas. López Obrador (México) obtuvo el 53% de la votación, Lula en Brasil apenas alcanzó el 51% y, recientemente en Argentina, Javier Milei ganó cómodamente con el 55% de los electores a favor del cambio.
En el caso de Guatemala, tenemos que remontarnos a 1944, cuando se producen elecciones tras derrocar un régimen tiránico de 14 años y el candidato, Juan José Arévalo –padre del nuevo presidente de este país, Bernardo Arévalo–, obtuvo el respaldo de un 86.1% del electorado, cifra similar a la Bukele. Arévalo hijo, por cierto, alcanzó el 61%.
Digo esto para mostrar, con alguna figura estadística, que el joven Bukele (42 años al inicio de su segundo período presidencial) es en realidad un fenómeno de la política y así hay que reconocerlo, aunque su estilo autoritario de hacer gobierno fomente una desconfianza sobre su persona y lo que está por venir en ese pequeño pero pujante país centroamericano.
Y aquí vamos a la famosa frase del inicio de este breve análisis o comentario: “El fin justifica los medios”. Al parecer, esto es lo que ha primado, y sigue haciéndolo, entre los salvadoreños. De todas formas, es comprensible que sea así cuando se aplaude el combate a las pandillas y se reducen los índices de violencia (el fin), aunque se hace en un marco no apegado del todo a la legalidad (el medio).
Este es el gran disparador de la popularidad de Bukele, que crea una ola imparable de simpatía, la cual se topaba con un valladar constitucional para postularse a un segundo período. Otra vez, logra que una corte, a su medida, declare que puede aspirar a la reelección (el fin), pasando sobre la propia Constitución (el medio).
No se cuestiona la voluntad popular expresada en las urnas. Eso sería un auténtico disparate, porque el hombre tiene un arraigo popular impresionante. Lo que se convierte en una sombra sobre su segundo período es que llega a él retorciendo la mismísima Constitución de la República. Recordemos que, en las democracias modernas, la Constitución es la base angular sobre la que descansa el sistema político.
Escuchar a Bukele es oír a un gran orador, hábil en la polémica, con mente ágil y una capacidad de respuesta inmediata, siempre calculadora y certera en los fines que persigue.
En respuesta a un periodista español tras su contundete victoria, dijo –palabras más, palabras menos–, que la democracia es la voz del pueblo en el poder, por lo que a él se le debe ver como un demócrata por el respaldo popular recibido, y no decir que debilita la democracia al reelegirse. Él, por supuesto, no se refirió al tema de la vulneración de la Constitución, que era el tema medular de la publicación española.
Su argumentación puede parecer acertada. Sin embargo, una vez más, debemos ver si el fin justifica los medios. Si es así, todo es válido a cambio de resultados. Si creemos lo contrario, que “el fin NO justifica los medios”, puesto que se trata de colocar principios y valores por encima de cualquier fin. Entonces surge la polémica.
Los salvadoreños, por ahora, han justificado y aceptan, un estilo de gobierno autocrático, porque alcanza el fin que la mayoría de ellos quiere: seguridad. El problema es que, cuando se acepta algo una vez, lo más seguro es que se repetirá eso de no importar los medios para alcanzar fines… hasta que empiece a afectarles lo que sucede.
Para terminar, dejo una reflexión –utilizada en otra ocasión– que puede ser oportuna al tema, aunque espero por el bien del pueblo salvadoreño que no ocurra algo así:
Primero vinieron por los socialistas, y guardé silencio porque no era socialista.
Luego vinieron por los sindicalistas, y no hablé porque no era sindicalista.
Luego vinieron por los judíos, y no dije nada porque no era judío.
Luego vinieron por mí, y para entonces ya no quedaba nadie que hablara en mi nombre.
—Martin Niemöller