El Viernes Santo pasado en su intervención en el emblemático “Sermón de Las Siete Palabras” el párroco Roberto Martínez tuvo a bien denostar la actividad minera que toma lugar en nuestras tierras. La catalogó como una especie de afrenta al bienestar de la nación cuando ese rubro económico representa más del cuarenta por ciento de nuestras exportaciones y genera alrededor de siete mil empleos directos e indirectos con salarios por encima del promedio. Martínez sustentó su ataque al sector sobre la base del impacto ambiental que tiene la minería en sentido general. Al hacer lo propio soslayó – adrede – los importantes esfuerzos que han hecho las mineras que operan en nuestro suelo para llevar a cabo sus actividades de la manera más eco-amigable posible al tiempo que fomentan el desarrollo integral de las comunidades aledañas a las zonas de donde se extrae material.
En ese sentido del desarrollo integral, cabe señalar que estas empresas han dotado a decenas de emprendedores con capital semilla para arrancar y madurar sus negocios. Además, han otorgado numerosas becas y créditos académicos, así como mejorado la infraestructura de las localidades donde tienen presencia.
Pero quizás lo más importante que han hecho es reubicar a una gran cantidad de familias en complejos habitacionales con condiciones superiores a las mejoras que abandonaron. Mejoras que – en muchos casos – estaban construidas en terrenos que no eran propiedad legítima de los ocupantes y que ya se encontraban– de por sí – en áreas vulnerables, contiguas a ríos y cañadas. A pesar del evidente impacto social que han propiciado las empresas mineras en beneficio de los hijos de Quisqueya, Martínez no dio cabida en su discurso para mencionar el particular puesto que ello no se corresponde con su sesgo político-izquierdoso, al margen del enfoque bíblico-piadoso que debe caracterizar el discurso cristiano; especialmente el pronunciado por un prelado en el contexto de la conmemoración de la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor.
En cambio, Martínez manipuló la primera frase que Jesús pronunció en la cruz – “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” – para condenar a unos y eximir a otros. Condenó -particularmente – a la clase empresarial y a la gubernamental, considerando el “pecado ambiental” de estos como imperdonable porque “ellos sí saben lo que hacen” al viabilizar la operación de las mineras en nuestra tierra.
¿Y qué es lo que hacen los empresarios específicamente? Generar empleos y pagar impuestos en un país donde el desempleo siempre ha estado en apogeo y el presupuesto gubernamental por debajo de lo que necesitan las instituciones para servir al pueblo. Sin embargo, ellos – según el Reverendo Martínez – son cual los miembros del Sanedrín que clavaron al Galileo utilizando a los romanos como instrumento para hacerlo.
De más está decir que tanto gobernantes como empresarios, así como los gobernados y los empleados estamos por debajo del estándar ético y moral que exige el canon escritural. A pesar de ello, el prelado – en mi opinión – comete una imprudencia doctrinal al demonizar a unos y extenderles misericordia a otros cuando – ante Dios – todos somos transgresores del parámetro divino desde el momento en que fuimos concebidos.
En calidad de letrado en teología bíblica el párroco Martínez sabe que vivimos en un mundo caído y que la contaminación sucede tanto de manera natural como por la actividad humana en virtualmente todos los órdenes de la experiencia existencial. Respecto de la contaminación que sucede de manera natural, consideremos las manchas solares que son un factor preponderante en el cambio climático. La actividad humana en esta era post-industrial no incide en la materialización de esos fenómenos en el astro rey. Por tanto, esa contaminación toma lugar independientemente de lo que hagamos nosotros.
Respecto de la contaminación que se genera a partir de la actividad humana podemos ver en el patrón de desarrollo económico de los pueblos del mundo cómo las sociedades que hoy tienen el lujo de optar por “energía limpia” contaminaron sustancialmente cuando estaban en su proceso de industrialización.
Esto quiere decir, simple y llanamente, que – inevitablemente – el crecimiento económico trae emparejado consigo un incremento en el nivel de contaminación. En el mediano plazo, cuando ese crecimiento madura, convirtiéndose, de esa manera, en desarrollo, las sociedades hacen uso de su afluencia económica para, en efecto, reducir el nivel de contaminación en sus procesos de producción, distribución e intercambio comercial.
Se sobreentiende que en un estado de indigencia el ser humano no tiene mucho margen para diseñar su vida de manera eco-amigable. Bajo ese predicamento su prioridad será, naturalmente, buscar el modo de satisfacer sus necesidades básicas haciendo uso de cualquier recurso que tenga en su haber.
Yuxtaponiendo ese patrón al estado de cosas en nuestra nación tenemos que decir que a pesar del crecimiento significativo que hemos experimentado en los últimos treinta años, la realidad es que – hoy por hoy – República Dominicana es una nación plagada de pobreza material en virtualmente cada rincón de nuestro patrio lar. Tomando en cuenta ese particular debemos – como pueblo que anhela el progreso – proteger y promover el florecimiento de nuestras principales fuentes de ingresos – entre las cuales está la minería. Debemos hacer lo propio al tiempo que protegemos el medio ambiente, pero al margen de endiosarlo al punto de comprometer el alimento del pueblo para mantener en estado prístino y virginio cada paraje de nuestro país idílico.
Sí, sin dudas, tenemos un patrimonio natural idílico, pero de qué nos vale si así mismo tenemos cientos de miles de estómagos que se van a la cama vacíos, cerebros jóvenes que no están recibiendo un nivel adecuado de entrenamiento para su óptimo desenvolvimiento, y una población que vive en zozobra por la inseguridad ciudadana que se siente, de manera transversal, en todo el territorio nacional.
En ese orden, los que utilizan plataformas como la que utilizó el párroco Martínez para sobredimensionar el efecto colateral de una actividad que es parte esencial de nuestra columna vertebral existencial en sentido material comenten un pecado capital y socavan el gran potencial de desarrollo económico que tanto necesita nuestra República para atender tanto a nuestras necesidades básicas como a nuestras aspiraciones más altas.
El autor es economista.