Por: Wanda Espinal.
Una niña de 13 años me dio una lección inolvidable.
Era un sábado caluroso, y me encontraba en un salón de belleza, esperando mi turno. La dueña del local, de vez en cuando, le pedía a su hija que practicara con las clientas, ya fuera lavando el cabello o haciendo los rolos. La madre observaba cada movimiento de su hija, aprobando o desaprobando con una mirada o un gesto de cabeza.
Cuando llegó mi turno, la niña, con la blusa azul ya empapada de agua, me preguntó sobre mi tipo de cabello y los productos que solía usar. Mientras comenzaba a hacerme los rolos, la madre, con un tono de voz muy fuerte, le gritó desde el otro lado del salón: «¡Es que tú eres estúpida!». Sentí cómo mis mejillas se encendían, me sentí caliente. En ese instante, percibí la respiración profunda de la niña detrás de mí.
Con los ojos llenos de lágrimas y una voz cargada de impotencia y quebrada por la vergüenza, la niña le respondió a gritos: «¡El hecho de que yo lo haga diferente no quiere decir que sea estúpida! Tú tienes tu forma, y yo tengo la mía».
A pesar del silencio que invadió el salón, ella siguió respirando profundamente, llorando, y continuó haciéndome los rolos. Era mi primera vez en ese lugar y no me sentía con la confianza para intervenir. Solo pude mirarla fijamente cuando me acompañó al secador y, mientras le guiñaba un ojo, le susurré: «Respira y ten paciencia».