Tácito y Suetonio escribieron sobre la damnatio memoriae, castigo reservado para quienes cometieran actos graves contra Roma (Nerón, Domiciano, Caracalla), que suponía el “borrado histórico” del personaje de todas las facetas de su vida pública; destrucción de estatuas, monedas, edictos, edificios o templos.
La práctica, quizás se la trajeron los romanos de Egipto, donde tenían milenios haciéndola. Fueron víctimas Akenatón, Hatshepsut y varios Tolomeos. En la época moderna, Stalin fue pródigo en aplicarla. No sólo borraban entradas en la Gran Enciclopedia Soviética, sino que borraban a los borrados de las fotografías oficiales. En definitiva, en “1984”, Orwell no hizo más que intentar describir la realidad que ya Koba había implantado.
Y es que, a nivel de Estado, el borrado de la historia supone la reescrituración de esa historia, y la resignificación de los actos y obras físicas realizadas por los personajes borrados. Quien controla la historia controla el poder, porque la historia es una manifestación de la vigencia del poder, y también, su justificación.
Con la incorporación en la plataforma de mensajería WhatsApp de la función de mensajes temporales, la posibilidad de hacer un borrado del historial de una conversación no sólo es posible en automático, sino que puede configurarse el plazo de vigencia de esta (24 horas, 7 o 90 días), de tal suerte que, si no se hacen las salvaguardas individuales, la conversación se pierde.
Hasta aquí, todo bien, pues en una conversación de dos, cualquiera de las partes tiene el derecho de borrar lo que escribió y no dejar huella… por las razones que sea. El problema es cuando quien tiene la función instalada es un ministro, viceministro, director general, o, en sentido general, un funcionario del Estado dominicano.
El Abogado de Diablo –en defensa del cuestionado– podría señalar que es su celular, y que el funcionario también es ciudadano. El problema radica cuando los funcionarios responden asuntos vinculados a sus funciones vía WhatsApp (lo de si esto es pertinente o deseable, es otra discusión), porque, una vez generada la conversación, la traza historiográfica debe permanecer.
Si los funcionarios deciden usar sus celulares para asuntos oficiales, deberían comenzar a imitar a su jefe (que no borra), pues el borrado no es correcto, ya que llama a suspicacia esa necesidad de eliminar la trazabilidad de cualquier asunto (y, por ende, su seguimiento); sea por miedo a que otro vea la conversación; sea para que no quede evidencia o prueba… quién sabe.
Es un aspecto no regulado, ciertamente. Transitamos otro de los caminos inciertos a los que la tecnología nos empuja, pero, los funcionarios se deben a quienes les pagan –los ciudadanos–, y la obligación de rendirles cuenta, implica también mantener al día todas sus conversaciones. Que donde no hay hechas, no hay sospechas.