El apagón nacional del martes fue un accidente. El del Metro, una vergüenza. No lo causó una tormenta ni una sobrecarga ni un fallo imprevisible, sino la negligencia. El propio director de la Opret lo reveló sin proponérselo. Su explicación, destinada a calmar, devino autopsia involuntaria de la incompetencia.
Habló de «mantenimiento profundo«, frase que suena técnica pero no pasa de excusa. Significado real: ¡el Metro operaba sin backup! El sistema de emergencia estaba fuera de servicio mientras cientos de miles dependían de él. Fue una decisión administrativa, un acto consciente que dejó a la principal infraestructura de movilidad del país indefensa ante cualquier falla. La seguridad quedó entregada a la suerte.
Luego vino el dato de los diez mil galones de combustible con once años de antigüedad. Completado el desastre. Ninguna entidad seria confía en combustible envejecido. En la Opret lo hicieron y lo admitieron con pasmosa naturalidad. El país escuchó que el Metro no arrancó porque hubo que despertar plantas a manotazos, una por una, como si se tratara de un taller improvisado y no de un sistema industrial que mueve centenares de miles de vidas cada día. La energía comenzó a volver paulatinamente, pero el Metro tardó casi cinco horas en ponerse en marcha. Nada de eso es normal ni aceptable. Nada debería archivarse en la gaveta de las excusas mediocres.
La improvisación no puede ser política pública. Alguien decidió operar sin respaldo. Alguien permitió once años de abandono. Alguien firmó, ignoró o miró hacia otro lado. Ese alguien debe responder. Si no responde, quien lo puso ahí está obligado a actuar y no por presiones de la oposición. Dejaron paralizar el Metro y el país no puede acostumbrarse a que le apaguen el futuro por descuido. (Escrito antes de la destitución del director de la Opret)