Los principales actores de nuestro sistema democrático están poniendo en práctica un peligroso juego relativista en la moral, en la interpretación de la norma jurídica, en las explicaciones debidas a la población acerca de su proceder y, en fin, en todo cuanto por su naturaleza está expuesto al control social. Pero lo peor de todo es que tal conducta es tan contagiosa que ya, hasta los considerados por el pueblo como los más calificados para hacer de manera firme ese control social, parecen haber contraído la “enfermedad”. En cada opinión, docta o indocta, cabe ponernos a recaudo del engaño que pueda venir envuelto en las “buenas intenciones” del “crítico acerbo”.
Así, anda uno espantado como guinea tuerta. Las redes, por ejemplo, están inundadas de opiniones que van desde verdaderos galimatías hasta bien hilvanados conceptos teóricos sobre los temas más relevantes de la agenda pública. Pero, insisto, de todos ¿cuál es ese discurso creíble? Por desgracia, hoy ninguno. Porque detrás de muchos discursos -y en este caso hay que resaltar de manera preponderante los discursos de los famosos expertos- puede haber escondido un acto veleidoso de un ente promiscuo conceptualmente, de una veleta empujada por el viento del dinero.
Todo este escenario invita a preguntarnos, hasta cuándo y hasta dónde. Cómo vamos a retomar el camino de lo ético, cómo vamos a recuperar esa credibilidad perdida merced a la práctica del “sálvese quien pueda”. Los temas más recientes batidos en nuestra coctelera política son la mejor muestra de que estamos cautivos en una odiosa babel que acrecienta nuestra crisis de confianza: en cada situación surge el ruido caótico de las divergencias que buscan, todas, el famoso “bajadero”, la idea luminosa, sin distinguir entre medios correctos e incorrectos, sin reparar en el daño que estamos haciendo a nuestra institucionalidad democrática.
Estamos construyendo una sociedad charlatana, en la que muchos de sus principales hombres y mujeres no reparan en lo que se pueda pensar de ellos. Lo que cuenta es armar el muñeco para que las cosas salgan a su antojo. Andan descaradamente en una actitud procústica, “indexando” todo a la medida de sus ambiciones, o las de quien los compra: lo que haya que cambiarle a la norma hoy, para acomodarla a mis intereses, que se le cambie. Lo que ayer corroboré como miembro de una instancia decisoria, hoy puedo desacreditarlo, porque la vida es dinámica. Y, como vamos, hasta la democracia también la podremos cambiar, y hacer una nueva, constituida de nuestros desaciertos.