En una Nochebuena de hace 50 años, mientras viajaba de Baní a Santo Domingo, el destino me tendió una emboscada.
Eran las siete de la noche, y mi vehículo, al caer en un tramo deteriorado frente al ingenio azucarero Caei, sufrió un desperfecto.
Sentí un nudo de angustia, temiendo que no llegaría a tiempo a la capital para compartir la cena navideña con una pareja de amigos que había venido desde Puerto Rico solo para esa celebración.
La carretera estaba oscura y desierta. Hasta que, como una luz en medio de la noche, un solitario vehículo se detuvo frente a mí.
El conductor, un hombre amable, me preguntó si necesitaba ayuda y me ofreció llevarme hasta un mecánico que vivía en Yaguate.
No tenía más opciones, así que acepté. Cerré las puertas de mi auto y me subí en el suyo, confiando en aquel desconocido.
Llegamos a la casa del mecánico, que era un verdadero jolgorio de música y bailes porque estaba celebrando con su familia.
El conductor le explicó mi situación, y el mecánico, dejando la fiesta y a sus seres queridos, vino a hablar conmigo.
Escuchó mi descripción del fallo, y aunque no podía asegurarlo, parecía tener una idea de lo que había pasado.
Sin dudarlo, buscó su carro y fuimos a su taller para recoger las herramientas que necesitaba. Regresamos al lugar del vehículo averiado, levantó una esquina con el “gato” de las gomas y se metió debajo para revisarlo.
Al inspeccionar mi carro, determinó que el collarín de una de las gomas estaba destruido.
Entonces, con una disposición admirable, se dirigió al taller del ingenio, donde él era jefe, y me pidió que me quedara cuidando el auto.
En el taller del ingenio preparó una pieza de reemplazo, pero cuando estaba listo para volver, su propio vehículo también sufrió un desperfecto.
Fue un contratiempo increíble, pero el hombre no se desanimó. Llamó a un vecino, que también estaba de fiesta, quien lo llevó de regreso en un motor hasta donde yo lo esperaba.
Finalmente, con el problema resuelto, volvimos a su casa en Yaguate.
Estaba en el deber de pagarle por su esfuerzo, pero le confesé que llevaba poco dinero.
Él, con un gesto de generosidad, me dijo que le diera lo que yo quisiera.
Se me ocurrió ofrecerle, como una garantía de identidad, un recorte del Listín Diario en el que aparecía mi foto con la noticia de mi designación como corresponsal de la revista internacional Vanidades.
Se lo entregué, prometiéndole volver con el pago dos días después. Y cumplí, llevándole no solo el dinero, sino también una botella de whisky como símbolo de agradecimiento.
Veinte años después, cuando yo era subdirector del diario Hoy, tres personas llegaron al periódico preguntando por mí.
Entre ellos estaba un anciano, ayudado por un andador. Con una voz que mostraba el paso del tiempo, me preguntó si lo recordaba.
Me disculpé, diciéndole sinceramente que no lograba identificarlo ni reconocerlo.
Fue entonces cuando, de su billetera, sacó el viejo y arrugado recorte del periódico que yo le había dado aquella Nochebuena y me lo mostró.
¡Me quedé mudo de la sorpresa!
Había venido a pedirme ayuda para recibir tratamiento en el Centro de Rehabilitación de Inválidos.
Sin vacilar, gestioné de inmediato que le dieran una atención privilegiada, comprometiéndome a cubrir los gastos de su terapia.
Al despedirse, le pedí que me devolviera el recorte, como recuerdo de aquella noche, pero él, con una sonrisa, me dijo que jamás se desharía de ese papel.
Hoy, cincuenta años después, ese recorte de periódico sigue simbolizando la esencia de un acto de solidaridad que, más allá del tiempo, ilumina mis recuerdos y reafirma mi convicción sobre el poder de ayudar a los demás sin esperar nada a cambio.