Hace años, muchos años, dos queridísimos y admirados amigos a quienes les tengo un afecto especial, don Osiris y doña Chela, estaban de vacaciones en el extranjero. En Miami, si la memoria no me traiciona, y allí vivieron una experiencia digna de ser contada: Revisando ellos unas ofertas en una tienda de niños donde habrían de comprar algunos presentes para sus nietos, observaron un bolso encima de una mesa de muñecas y le pareció extraño ver en una tienda de esa naturaleza una prenda de adulto. Estuvieron por un rato importante en la proximidad del bulto y notaron que nadie procuraba dicha prenda y, atraídos por la curiosidad, lo tomaron y advirtieron que el mismo estaba medio abierto. La sorpresa no pudo ser más grande: dentro del mismo había una extraordinaria cantidad de dinero.
La reacción de la pareja fue inmediata: llevar el bolso hasta la gerencia de la tienda y hacer constar que ese
bolso lo habían encontrado encima de un mueble que hacía las veces de exhibidor.
No bien habían hecho entrega de dicho bolso, una señora de aproximadamente 50 años entraba a la tienda llorando de manera desesperada, casi fuera de sí, preguntando por el bolso a todos los que estaban allí. Y no era para menos: se trataba de un dinero que le habían entregado en efectivo como completivo de un pago por la venta de un inmueble el cual llevaría al banco para cubrir un completivo de una propiedad que ya había adquirido.
La gerencia de la tienda identificó a quienes habían devuelto el dinero, los cuales aún permanecían en la tienda. La señora, con el rostro humedecido por el llanto, después de abrazarlos y expresarles su enorme agradecimiento, preguntó de qué manera podía ella gratificarles adecuadamente porque le habían salvado un dinero que ella necesitaba para honrar compromisos serios con la otra propiedad adquirida, y la respuesta no se hizo esperar: “doña, solo le vamos a pedir una cosa para sentirnos gratificados: cuando usted vea a un dominicano en apuros, ayúdelo y así nos estará pagando”.