Los fenómenos geopolíticos con que culmina este primer cuarto del siglo XXI hacen oportuna la revisión del pensamiento clásico de América Latina, cuyos exponentes fueron, más que escritores, eruditos, educadores, maestros, visionarios y si se quiere hasta profetas, con una clara conciencia de la época que les tocó vivir, con capacidad de pronosticar lo que el futuro le traería a la región.
La América hispánica tuvo una generación de pensadores, entre finales del siglo XIX y principios del XX, que sirvió de base teórica para una auténtica identidad continental. En ella se destacan el dominicano Pedro Henríquez Ureña, los mexicanos José Vasconcelos y Alfonso Reyes, en la misma dirección de Eugenio María de Hostos, puertorriqueño; José Martí, cubano; Andrés Bello, chileno; Domingo Faustino Sarmiento, argentino; Juan Montalvo, ecuatoriano; José Enrique Rodó, uruguayo y Manuel González Prada, peruano, con el denominador común de la utopía, confiados en lo que entendían la superioridad de la cultura iberoamericana.
Los pensadores que aquí referimos no fueron sujetos aislados ni soñadores que aspiraban a situarse al margen de la masa. Todo lo contrario. Con pasión fenomenológica estudiaban la cotidianidad para sacar conclusiones conducentes al progreso en el sentido histórico de la palabra.
Henríquez Ureña sintetizaba “la Utopía de América” en la creación de una sociedad libre, culta, justa y próspera. Para el maestro dominicano hay una gran diferencia entre utopía e ilusión. La primera es el camino que conduce a la realización de proyectos colectivos de riqueza con dignidad, decencia y decoro. La segunda es soñar con lo irrealizable.
Hace justamente cien años, en 1925 y con 41 años de edad, el hijo de Francisco Henríquez y Carvajal y Salomé Ureña de Henríquez, explicó durante una conferencia en La Plata, Argentina, que las utopías son ideales que pueden realizarse en la tierra a base de trabajo, esfuerzo y sacrificio. “Hay que trabajar, nuestro ideal no será la obra de uno o dos o tres hombres de genio, sino de la cooperación sostenida, llena de fe de muchos, innumerables hombres modestos”.
El intelectual dominicano entendía de entre la multitud, “surgirán, cuando los tiempos estén maduros para la acción decisiva, los espíritus directores, si la fortuna nos es propicia, sabremos descubrir en ellos los capitanes y timoneles, y echaremos al mar las naves”.
La hora geopolítica del continente también es propicia para recordar que pese a ser un crítico de la cultura angloamericana, diferenciándola de la iberoamericana, Henríquez Ureña escribió: “La primera utopía que se realizó sobre la tierra –así lo creyeron los hombres de buena voluntad- fue la creación de los Estados Unidos de América: reconozcámoslo lealmente. Pero a la vez meditemos en el caso ejemplar: después de haber nacido de la libertad, de haber sido escudo para las víctimas de todas las tiranías y espejo para todos los apóstoles del ideal democrático y cuando acababa de pelear su última cruzada, la abolición de la esclavitud, para liberarse de aquel lamentable pecado, el gigantesco país se volvió opulento y perdió la cabeza; la materia devoró el espíritu; y la democracia que se había construido para bien de todos se fue convirtiendo en la factoría para lucro de unos pocos”.
Al morir Henríquez Ureña, aquel 11 de mayo de 1946, mientras se dirigía en un tren a impartir docencia en el Colegio Nacional de La Plata, estaba convencido de que la gran nación creada como la primera utopía hecha realidad en la Tierra, “el que fue arquetipo de libertad es uno de los países menos libres del mundo”. Justo es reconocer que muchas cosas cambiaron favorablemente varias décadas después.