En 2013, la República Dominicana alcanzó una de sus mayores conquistas ciudadanas, al asegurar el 4% del PIB para la educación preuniversitaria. Fue un triunfo de la movilización social y una señal de madurez democrática. Sin embargo, más de una década después, el impacto de esa inversión dista de haber cumplido su promesa.
Desde entonces, el país ha destinado más de 48 mil millones de dólares al sistema educativo público, con resultados que siguen siendo alarmantes. Solo el 17% de los niños de tercer grado comprende lo que lee; menos del 1% de los estudiantes de sexto grado domina las matemáticas básicas; y apenas un 8% de los jóvenes de 15 años alcanza el nivel mínimo en matemáticas, según las evaluaciones PISA.
El problema ya no es la falta de recursos, sino la ausencia de una gestión efectiva, de una visión pedagógica moderna y de un liderazgo institucional comprometido con el aprendizaje, que esté consciente de las brechas que hay que cerrar.
Se han construido aulas y contratado docentes, ampliando el acceso escolar. Pero mientras los estudiantes asisten sin aprender, los docentes enseñan sin resultados y el Estado invierte sin transformar, el país se rezaga en una era donde el conocimiento, la tecnología y la inteligencia artificial redefinen la competitividad.
La educación dominicana no puede seguir operando en piloto automático. Para traducir la inversión en aprendizaje, necesitamos una reforma estructural guiada por cinco ejes fundamentales:
Primero, garantizar el calendario y horario escolar, que no es más que el derecho a la educación empieza por asegurar que las clases se impartan. Las interrupciones frecuentes del año escolar son una forma sutil —y trágica— de abandono institucional.
Segundo, aplicar evaluaciones integrales con consecuencias reales. No se trata de señalar culpables, sino de crear una cultura de mejora continua. Escuelas, docentes, directores y estudiantes deben ser evaluados bajo criterios claros, justos y públicos. Sin datos, no hay diagnóstico; sin diagnóstico, no hay mejora.
Tercero, invertir en una carrera docente basada en mérito, donde el acceso, la permanencia y la promoción en la carrera magisterial respondan al desempeño y al compromiso, no a vínculos gremiales ni intereses políticos.
Cuarto, impulsar la autonomía con rendición de cuentas, para que cada escuela adopte estrategias con un margen acorde a su realidad, sin que esa libertad ignore la obligación de mejorar año tras año. Autonomía sin responsabilidad es negligencia disfrazada.
Y quinto, una gestión pública orientada a resultados. El Ministerio de Educación no puede limitarse a administrar recursos. Debe ejercer su rol rector para planificar, acompañar, supervisar y exigir resultados medibles. Gobernar la educación exige liderazgo técnico y visión de largo plazo.
Transformar no significa gastar más, sino gastar con inteligencia. Y eso exige sacar la educación del cortoplacismo político y de los conflictos gremiales que muchas veces la paralizan. El 4% fue un punto de partida, no una meta.
Hoy necesitamos dar el salto que aún no se ha dado para la transformación educativa. Ese salto no lo dará un decreto ni una rueda de prensa. Solo será posible si como sociedad dejamos atrás la tolerancia al fracaso educativo y asumimos, de forma colectiva, que una educación que gasta miles de millones pero produce pobreza y estancamiento es, sencillamente, inaceptable.
Sin una educación de calidad, no hay desarrollo sostenible ni futuro digno. Y sin transformación, el 4% seguirá siendo una promesa incumplida.