En estos días complejos, donde circulan informaciones sensibles —aún no confirmadas y que por tanto deben ser abordadas con la prudencia que exige la ética pública— me veo en la necesidad de compartir unas reflexiones, sin ánimo de señalar a nadie en particular, pero con el firme propósito de aportar al necesario fortalecimiento del Estado de derecho y de nuestras instituciones.
Me han sido ofrecidos documentos y videos relacionados con temas delicados. He decidido no aceptarlos. Lo hice no por temor, sino por respeto a mí mismo, a mis principios y a la institucionalidad que muchos amigos, hoy en posiciones de mando, representan con dignidad. A ellos extiendo mi confianza. Por eso he preferido mantener distancia de toda narrativa alimentada por intereses diversos.
Lamentablemente, se percibe que algunos grupos, formados en camaradería y unidad, han comenzado a fragmentarse en su lucha por espacios de poder.
Es preocupante ver cómo, al cruzarse las ambiciones, surgen fricciones internas, estrategias encubiertas y señalamientos entre personas que comparten historias y trayectorias comunes.
El problema de lanzar piedras sin mirar el propio techo de cristal es que no solo se vulneran las paredes ajenas, sino también los cimientos de la convivencia institucional.
En una democracia sólida, los organismos de inteligencia deben trabajar coordinadamente en función del interés nacional.
Si esa coordinación se distorsiona para favorecer agendas particulares o anular adversarios, se convierte en una falla sistémica que erosiona la confianza ciudadana y lesiona el orden constitucional.
Conozco ciertos actores que, hoy con protagonismo desmedido, generan más incertidumbre que confianza.
La historia nos ha enseñado que cuando el espectáculo sustituye a la sobriedad, cuando la justicia se mezcla con el teatro, las consecuencias suelen ser nefastas.
La omisión puede ser tan perjudicial como la acción deliberada, y muchas veces responde a la incapacidad o al miedo.
No emitiré juicio de valor sobre casos en curso. Como ciudadano responsable y con experiencia en la gestión pública, sé que el debido proceso no puede ser sustituido por percepciones ni por titulares.
Solo la verdad, descubierta con rigor y sin sesgo, puede esclarecer lo que hoy inquieta a muchos.
Hemos sido testigos de errores estratégicos, producto de malas asesorías o de la falta de visión a largo plazo.
Los procesos no deben dejarse crecer sin control, amparados en investigaciones mal dirigidas o contaminadas por agendas ocultas. La responsabilidad ética exige actuar con serenidad, profesionalismo y rigor técnico.
No es un secreto que hay quienes pretenden descalificar a todo el que no se somete a sus designios. Buscan ocupar espacios a través de mecanismos de manipulación y control remoto.
Son estructuras de poder informal que aún operan y que deben ser desenmascaradas con prudencia y sin estridencias.
Reconozco el trabajo sostenido de los organismos de seguridad del país. Los decomisos de droga son logros significativos, pero no deben convertirse en el único indicador de éxito. Es igualmente prioritario enfrentar las causas estructurales del crimen: la descomposición social, la marginalidad, el consumo interno y la deserción escolar.
La seguridad no se consolida solo con operativos, sino con políticas integrales de prevención y desarrollo. En momentos como este, muchas veces uno se entera de cosas graves por fuentes confiables. Sin embargo, sin evidencias sólidas, el silencio prudente es la mejor forma de respeto a la verdad.
La lucha contra el delito no admite treguas. Las instituciones encargadas de protegernos deben seguir fortaleciéndose, depurándose y actuando con la responsabilidad que exige la hora presente.
Cada día que pasa sin una estrategia nacional coherente es un día que pierde la República frente al crimen, la desinformación y el caos.
El pensamiento crítico —que no acusa, que no juzga, que no se cree perfecto— es hoy el mejor combustible para la paz.
Pensar, cuestionar, razonar sin odio ni temor es lo que nos aleja del fanatismo y nos acerca a la verdad.
No se trata de erigirse en fiscal, juez o salvador, sino de ejercer con decoro y conciencia la responsabilidad cívica de mirar con lupa lo que nos afecta a todos.
El país necesita unidad, no uniformidad; necesita reflexión, no euforia; necesita justicia, no venganza.
Hemos alcanzado importantes logros como nación.
Compararnos con el entorno regional nos permite dimensionar lo mucho que está en juego.
La desunión, la improvisación o la revancha política pueden destruir en semanas lo que ha tomado décadas construir.
La solución no vendrá de la confrontación, sino de una visión compartida.
El país necesita un relevo generacional ético, preparado, con visión de Estado, con amor por la patria y sin ataduras clientelares.
Un liderazgo que entienda que la seguridad, la justicia y el progreso no son eslóganes de campaña, sino pilares de la República que Duarte y los restauradores soñaron.
En este momento crucial, más que nunca, debemos cuidar nuestras instituciones como se cuida el timón en medio del oleaje.
Que la brújula sea la verdad, y el destino, el bienestar de todos los dominicanos.