En el vientre de la tierra, como semillas que germinan esperanza y eternidad, hay un universo de huesos peregrinando entre raíces y asombros. Es la vida más allá de la vida. Allí habitan recuerdos y quereres. Es el más definitivo tributo al ayer.
También acuden las flores y el llanto, los discursos y las biografías. Es el escenario perfecto para alabanzas y lamentos que se quedan en la memoria de los difuntos.
Allí van a parar las elegías y los tributos. Es una ciudad de lamentos y silencio; de luces que se mueven temblorosas sobre las lápidas y presiden las oraciones que llevan al cielo plegarias y súplicas.
En este semillero de nombres y silencio, de fechas y vigilias, todos somos y todos seremos.
En ese lugar, algún día, escucharemos los elogios de una despedida que será para siempre.
Esta ciudad tiene calles y avenidas verdes, trillos y mansiones. Es una ciudad llena de flores y de monumentos.
Es una ciudad hecha de edades, quebrantos y tragedias. De hospitales blancos y trajes negros. Una ciudad a la cual llegan visitantes que se quedan allí para siempre.
Una ciudad llena de epitafios y sublimidades. Allí, la reputación queda inscrita con palabras que salen del corazón y que suelen ser curriculum vitae de los ayeres y de la fama: nombradía única de lo que fuimos. Es el único lugar de la tierra donde todos caemos de rodillas, vencidos por el cansancio de los años.