Durante las últimas décadas, el mundo científico ha centrado su atención casi exclusivamente en el virus de influenza aviar H5N1, conocido por sus brotes en aves y su letalidad en humanos. Sin embargo, un protagonista menos visible, el H9N2, avanza de manera discreta, pero preocupante, hacia una mayor adaptación en humanos. Los recientes hallazgos advierten que este virus, tradicionalmente catalogado como de baja patogenicidad, podría estar acumulando los cambios genéticos necesarios para convertirse en el próximo desafío pandémico.
La diferencia entre H5N1 y H9N2 no solo responde a la severidad de los cuadros clínicos, pues el H9N2 rara vez ha causado hospitalización (la mayoría de los casos humanos de infección por este virus se producen por exposición al virus a través del contacto con aves de corral infectadas). Este tiende a causar una enfermedad clínica leve, por ende ha llevado a la lógica epidemiológica de priorizar aquello que parece más peligroso de inmediato. Sin embargo, esta aparente benignidad podría estar ocultando una circulación más extensa de lo que imaginamos, con infecciones leves o asintomáticas que escapan a la detección.
Aquí surge una tensión discursiva fundamental: la visibilidad del riesgo frente a la realidad epidemiológica. Un virus que no mata, pero circula ampliamente, puede representar un peligro mayor a largo plazo que aquel que causa brotes evidentes, pues su expansión silenciosa facilita la adaptación genética sin generar respuesta sanitaria. Esto fue documentado con el SARS-CoV-2, que estuvo circulando previamente entre animales y humanos sin causar sintomatología hasta el exceso de casos de neumonía en Wuhan.
Los estudios moleculares han identificado mutaciones que incrementan la capacidad del H9N2 para unirse a receptores humanos. Las comparaciones entre muestras de 1999 y 2024 revelan que el virus ha mejorado su afinidad por las células humanas, un indicio claro de evolución hacia la infectividad inter-especie. Sin embargo, la ciencia enfrenta aquí un dilema conceptual: el riesgo potencial frente a la evidencia comprobada. Hasta el momento, no se ha documentado transmisión sostenida entre humanos. Pero la historia reciente de pandemias nos enseña que los virus no avisan; la transición de amenaza hipotética a emergencia global puede ser cuestión de meses. La falta de evidencia no equivale a ausencia de riesgo, sino a ausencia de vigilancia suficiente.
A diferencia de las variantes clasificadas como altamente patogénicas, el H9N2 no está sujeto a notificación obligatoria internacional. Esta omisión refleja un sesgo estructural en los sistemas de alerta. En este contexto, el riesgo no radica solo en el virus, sino en nuestra ceguera epidemiológica.
Además, el contacto frecuente entre aves, humanos y otros mamíferos crea un terreno fértil para el “reassortment” o mezcla de material genético entre virus, lo que podría generar nuevas variantes con capacidad pandémica. La interacción entre múltiples huéspedes incrementa las posibilidades de emergencia viral. El caso del H9N2 nos obliga a repensar la manera en que definimos el riesgo y organizamos la respuesta global ante las amenazas zoonóticas. Mientras la ciencia avanza en la caracterización molecular del virus, la política sanitaria continúa operando con un paradigma de emergencia, más que de prevención. Por esto se debería ampliar la vigilancia integrada en animales, humanos y ecosistemas bajo el enfoque de “Una salud”, estableciendo criterios de alerta oportuna y en el centro la colaboración internacional.
El H9N2 nos recuerda que las pandemias no nacen del caos, sino del silencio prolongado. Lo verdaderamente peligroso no es el virus que hace ruido, sino aquel que evoluciona mientras lo ignoramos.