Por Wanda Espinal
El otro día me volví a sorprender con la facilidad que tiene la gente para desnudar su vida en una guagua.
Iba camino a Dajabón. Me monté y me senté al lado de una señora que, desde que me acerqué, noté el delicioso perfume con el que andaba.
Recibió una llamada y no dejó información oculta. Habló a lo pelao’ de una situación por la que estaba pasando a raíz de una herencia.
Cuando terminó la llamada vi que miraba lejos por la ventana. Minutos después, sin vergüenza le piropeé el perfume y le pregunté si podía decirme el nombre.
Comenzó a buscar en la cartera. Pero se detuvo y me dijo: «Yo tengo un pique con mi familia; nada más piensan en herencia y herencia, dinero, tierra…». Respiró profundo y siguió buscando en la cartera. Yo solo dije: «Mmmm». Y, enseguida, le comenté que si no lo encontraba que no se preocupara, que solo quise hacerle saber que olía rico.
Ella, indignada, volvió a mirarme y, casi llorando, me dijo que las familias son complicadas, que no todo el mundo tiene buen corazón o buenas intenciones. Me contó que su familia tenía un tema de herencia que los estaba distanciando, pero que ella no podía ceder, porque sus hermanos solo querían sacar provecho con malicia.
Tomó agua y siguió buscando el perfume. Pero continuó contándome las cosas de su familia: lo que había pasado, cómo eran sus dos hermanos, cómo los criaron sus padres.
Ya me estaba llegando el momento de quedarme, pero no perdí la oportunidad de dejar un poco de luz en aquella mujer que, aunque al principio captó mi atención por su aroma, al final lo fue por su situación.
Y basándome solo en su versión, me despedí diciéndole: «Si lo que quiere hacer con el corazón ya no funciona, deje eso a un lado y busque ayuda de un profesional del derecho, y que todo sea para el bienestar de la familia, con igualdad».
Moviendo los labios, sin sonido dijo: “Gracias”.
Nunca supe cuál era su perfume, pero lo que sí supe y sentí fue un alivio al haber escuchado y prestado atención al dolor que cargaba aquella mujer.