Siempre he juzgado a Lula da Silva como un estadista, uno de los pocos que desde la tan diversa y contradictoria izquierda de América Latina puede ser considerado como tal. Sus dos periodos vieron crecer la economía de Brasil y el éxito de los programas sociales emprendidos, que por lo general se quedan en la demagogia, tuvieron éxito.
Al aparecer Bolsonaro en el panorama como candidato en las elecciones presidenciales de 2018, con toda su cauda de demagogia, Lula, favorito en las encuestas, fue apartado mediante el juego sucio de meterlo en la cárcel, acusado por corrupción; salió airoso de la prueba, y hoy encabeza de nuevo por muy amplio margen las encuestas, casi la mitad de intención de votos, mientras el juez Moro, que lo procesó con malas artes, candidato él mismo, le va muy a la saga; y también deja atrás al propio Bolsonaro.
Presenta por donde va sus credenciales de obrero metalúrgico y líder sindical que se hizo solo en la brega y ha gobernado con responsabilidad e imaginación, pero cuando se trata de cerrar filas con aquellos que considera miembros de su propia familia ideológica, aunque se trate de pariente políticos lejanos, y vergonzantes, deja que el agua sucia se cuele por esa brecha de sus creencias democráticas.
Es lo que pasa con sus opiniones sobre Nicaragua, donde una vez ya lejana hubo una revolución que Lula vio de cerca, y ahora existe una tiranía familiar, que ve de lejos o no ve del todo.
En una reciente entrevista concedida al diario El País, a su paso por Madrid, viniendo de cumplir una intensa gira política europea, como entusiasta candidato en ciernes, los entrevistadores le preguntan sobre Daniel Ortega; sólo han pasado unas semanas desde el fraude electoral que consumó para quedarse cinco años más en el poder al lado de su esposa. Le piden un diagnóstico, y Lula lo ofrece con elocuencia de plaza pública:
“…Todo político que empieza a creer que es imprescindible o insustituible empieza a transformarse en un pequeño dictador. Yo he estado en contra de Daniel Ortega. El Frente Sandinista tiene mucha gente para ser candidato. También estuve en contra de Evo Morales, que ya había hecho dos mandatos extraordinarios. Y lo mismo con Chávez…”
Hasta allí vamos bien. Pero de inmediato, sin perder el entusiasmo de la tirada, agrega, en flagrante contradicción consigo mismo: “puedo estar en contra, pero no interferir en las decisiones de un pueblo. ¿Por qué Angela Merkel puede estar 16 años en el poder y Ortega no? ¿Por qué Margaret Thatcher puede estar 12 años en el poder y Chávez no? ¿Por qué Felipe González puede quedarse 14 años en el poder?
Es en este momento en que los reflectores parecen apagarse, y la figura del estadista se borra de la visión, para dar paso, por desgracia, a un demagogo redomado, o al político provinciano que confunde la amnesia con la magnesia.
Lula, curtido dirigente político, dos veces jefe de estado, sufre un apagón repentino y deja de distinguir entre gobiernos autoritarios continuistas, basados en el arbitrio de una sola persona que se erige sobre las leyes y las instituciones, y los sistemas democráticos de pesos y contrapesos, separación de poderes, soberanía parlamentaria, y rendición constante de cuentas de quien gobierna.
En la misma entrevista dice que aún no es candidato, aunque tiene la voluntad de serlo, porque antes “tengo que hacer una alianza, porque lo importante no es solamente ganar las elecciones, es poder gobernar”. Sabe bien, pues, que los consensos son necesarios en una democracia, todo lo contrario de la imposición de la voluntad incuestionable de quien sube a la silla presidencial y a las opiniones diversas responde a balazos.
Imaginemos por un momento, si es que se puede, a Angela Merkel dispuesta a quedarse en el poder más allá de toda regla democrática y todo escrúpulo político.
Imaginémosla metiendo a la cárcel a todos los candidatos a canciller federal, y a todos los dirigentes de los partidos políticos alemanes; imaginemos cuatrocientos muertos en las calles de Berlín asesinados por paramilitares que la obedecen ciegamente; imaginemos miles de exiliados que huyen hacia Francia, Bélgica, Holanda. Imaginemos que ningún periódico circula más ni en Frankfurt ni en Hamburgo, Imaginemos a escritores alemanes en el exilio, y sus libros prohibidos.
E imaginemos a Felipe Gonzalez, que ganó varias elecciones sucesivas como presidente del gobierno de España, con resultados que nadie cuestionó nunca por fraudulentos, al revés del papel que tuvo en la historia real: para que calce con la comparación de Lula, tendríamos que imaginarlo más bien con el tricornio del teniente coronel Antonio Tejero en la cabeza, con la pistola desenfundada en el congreso de los diputados el 23 de febrero de 1981. Es decir, disfrazado de golpista para abrirse paso hacia el poder no a través de elecciones parlamentarias, sino de la violencia y el crimen.
Si la señora Merkel, la señora Thatcher, y Felipe González se quedaron tanto tiempo en el mando, es algo que no tiene que ver con las ideologías mesiánicas, sino con la solidez de los sistemas democráticos; muy distinto a Daniel Ortega, Chávez, Maduro, que llegaron al poder con la intención de que fuera de por vida, a costillas de las instituciones, de las leyes, y de sus propios pueblos sometidos al miedo y a las penurias.
Lula fue a dar a la cárcel porque lo odiaban a él, y a su Partido de los Trabajadores, y porque no le perdonaron que hubiera sido un gran presidente, afirma en la entrevista. Pero si un juez lo metió en la cárcel, recurrió a otros jueces que lo sacaron de ella tras examinar su causa y anularla.
En Nicaragua, donde no hay estado de derecho, aún estaría preso en una celda sin ventanas, sin derecho a un abogado defensor, sujeto a interrogatorios constantes, sin garantías procesales, y sin derecho a visitas familiares.
Esa es la diferencia entre la amnesia y la magnesia.