En la cruda realidad de los hechos, la guerra desatada entre Rusia y Ucrania es descrita, sentida y padecida hoy por los ucranianos como lo más parecido a “abrir la puerta del infierno”, donde ya reina la irracionalidad humana de la muerte, la destrucción y el desaliento, fruto de un descarnado enfrentamiento bélico entre dos países vecinos, con tan profundos lazos étnicos, culturales y económicos, que apenas unos años atrás eran prácticamente pueblos hermanos.
Entender cómo se ha llegado a “este infierno” de la guerra, que altera el orden y la paz mundial con precipitadas consecuencias militares, geopolíticas, económicas y humanas, que transcienden las propias fronteras donde se desarrolla, puede hacerse desde distintas perspectivas de enfoques; e independientemente de los factores multicausales que lo han provocado, es el referido al presidente Vladimir Putin, a quien medios occidentales tratan, en clara manipulación, de presentarlo como protagonista clave y mayor culpable de la actual conflagración rusa –ucraniana-occidental.
En paralelo al proceso en el cual el presidente Vladimir Putin fue consolidando su dominio y poder en la Rusia postsoviética, devolviéndole a su país cierta influencia y centralidad geoestratégica en el mundo, Ucrania, alentada por la influencia occidental, vivía un acelerado proceso que en menos de una década dejaba de ser prorrusa, y lejos de cualquier neutralidad, procuró acercarse cada vez más a la Unión Europea y a la OTAN, para que las luces rojas del peligro de guerra comenzaran a parpadear y la diplomacia occidental, por igual, a ignorarlas.
El celebrado autor británico Tim Marshall en su destacada obra: “Prisioneros de la geografía”, aborda el tema y comenta cómo los diplomáticos occidentales “desconocían la primera norma de la diplomacia: frente a cualquier amenaza existencial una gran potencia hará uso de la fuerza”, y quizás entendieron que con permitir “la anexión de Crimea por Putin (en el 2014) era un precio que merecía la pena pagar con el fin de atraer a Ucrania a la Europa moderna y a la esfera de influencia occidental”, gran equivocación.
La geopolítica sigue existiendo en el siglo XXI y Rusia por igual sigue siendo una superpotencia militar y terrestre, ahora gobernada por un hombre cuya enorme acumulación de poder lo ha convertido en una especie de autócrata moderno, no dispuesto a soportar que todo el territorio entre Berlín y la frontera rusa pase al control de la OTAN y, por consiguiente, no le han dejado más salida que ir a la guerra, una guerra que no titubeó iniciar hace más de un año, tomando ya el curso de guerra prolongada.
Putin no despotricó contra el sistema soviético, como lo había hecho su antecesor, Boris Yelsin; sino que, en cambio, se apropió de las partes de su historia que eran funcionales a su idea de construir una nueva Rusia, con niveles de influencia acorde a su condición de superpotencia militar, geográfica y energética en el mundo.
Steven Lee Myers, en su biografía: “El nuevo zar”, cuenta: “Ahora iba a reivindicar el poder de Rusia con o sin el reconocimiento de occidente, apartándose de sus valores universales –la democracia y el imperio de la ley—como algo extraño a Rusia, algo diseñado no para incluir a Rusia, sino para subyugarla. La nación se convirtió en rehén de las particularidades psicosomáticas de su líder, escribió el novelista Valdimir Sorokin tras Putin anexarse Crimea.”
“Todos sus temores, pasiones, debilidades y complejos se vuelven políticas de Estado. Si está paranoico, todo el país debe temer enemigos y espías; si tiene insomnio, todos los ministerios tienen que trabajar de noche; si se vuelve abstemio, todos deben dejar de beber; si se convierte en borracho, todos deben de darse a la bebida; si no le gusta Estados Unidos, combatido por su querido KGB, toda la población debe tener aversión a Estados Unidos.”
Mientras tanto, Ucrania se desangra sin saber “quien terminará pagando los platos rotos” allí, donde occidente “lucha contra Rusia hasta (que quizás quede vivo) el último ucraniano”.