Rendir cuentas constituye una obligación consustancial para quien administra dineros de terceros. Dirigir un Estado democrático y representativo supone -para la autoridad que lo lidera-, rendir cuentas ante los organismos de control y representación que ese Estado ha establecido en su ordenamiento constitucional. El artículo 128 de nuestra Carta Magna es claro al respecto, y, en el día de ayer, el presidente Luis Abinader dio cumplimiento ante ambas cámaras del congreso, en la que fue su cuarta (¿y última?) rendición de cuentas, correspondiente al año 2023.
Una cosa son las memorias que cada ministerio deposita en el Congreso, y otra es el discurso. Lo primero es una obligación constitucional supeditada a un tecnicismo; lo segundo es una pieza oratoria que se nutre, esencialmente, de los aportes individuales que realizan los titulares de todas las instituciones del Estado; que, al remitirle al presidente el listado de sus ejecutorias del periodo anterior, también dan cuenta de su gestión ante su jefe; de ahí que, instintivamente, todo el mundo procure enviar la mayor cantidad de información posible. El desafío viene después, en el ensamblaje; en decidir qué va y que no, en función de la línea política asumida; de lo que se quiera visibilizar; de lo que se ajuste a la visión del presidente en un momento dado.
Grosso modo, el presidente quiso encuadrar su rendición más allá de 2023, desde la lógica de un continuum iniciado en 2020, bajo el prisma de mejora de la calidad de vida de la gente. Así las cosas, los grandes números dominaron el relato, porque al proyectarlos sobre un trienio, se aprecia mejor la ejecución de su gobierno. La macroeconomía continuó siendo la reina del debate; y sobre su manejo, las declaraciones de organismos internacionales operaron como un endoso de aprobación inmediato.
La descripción de datos y ejecutorias refleja el ordenamiento de prioridades del presidente. Un discurso de ese nivel es bien pensado y pasa por varios niveles de control de edición; las posibilidades de error o de olvido son mínimas; todo ajusta según las indicaciones previas. Lo que se dijo fue lo que se quería decir, lo que no, no era prioritario. Los sospechosos habituales fueron mencionados: sectores estratégicos (social, deuda, crecimiento, zonas francas, turismo, energía, agua, etc.); y también los ministerios y direcciones claves para el presidente; o los proyectos emblemáticos que serán su legado material (Pedernales, Manzanillo).
Tres claves de interpretación dominaron la estructura narrativa: la comparativa con la administración anterior; la constatación trienal propia; y la ejecución 2023, propiamente dicha. Ello es entendible en un contexto electoral, donde cada ejecutoria debe ser vista no sólo como la del Estado, sino como la de un gobierno que busca reelegirse, y, en los hechos, intenta poner distancia del anterior.
Decidir qué decir y qué no fue una decisión política. Pudo el presidente decir más y no lo hizo, como también pudo caer en la tentación funesta de utilizar la fecha patria y el lugar solemne como trampolín de su campaña, y tampoco lo hizo… quizás -pensará él-, no lo necesita.