Falto de esperanza y excedido de cansancio, nuestro país volvió a ser testigo de otra frangollada pública de sus honorables legisladores. A partes iguales, sobrados de subterfugios y simulaciones, discutieron y hasta cuantificaron (indiferentes al repudio general que provoca) qué cámara legislativa disfruta de mejores privilegios y mayores recompensas.
Las gamberradas verbales, el eco chillón de los intereses insanos, en frases satíricas o acarameladas, fueron desnudando con atronador desenfado y vano pretexto, el alma entera del Congreso Nacional. Pues, cuando se habla de privilegios y exoneraciones, las diferencias partidarias nunca transgreden ni alborotan la armonía ceremonial de las prebendas compartidas. La larga costumbre de comodidades y el manejo obsequioso de tantos provechos repartidos unifican y atan mucho más que los opacos lineamientos de los partidos. De hecho, la temida y siempre dispuesta, Soraya Suárez, representante por Santiago, diputada del gobernante (PRM) y, menos beligerante y fatigoso, Elpidio Báez, de la bancada opositora (PLD), unieron causa y bebieron en la misma fuente de justificación recíproca. Insinuaron destapar el patrimonio y la opulencia de dos celebérrimos senadores -Alexis Victoria Yeb (PRM) y Félix Bautista (FP)-, intentando sofocar el berrinche y el aluvión de críticas, algunas de las cuales encontraron eco dentro del mismo cuerpo senatorial.
Todo, después de que ambos senadores jugaron a someter sendos proyectos de ley, respondiendo al fárrago de cuestionamientos que originó una publicación escandalosa sobre las exoneraciones que permiten importar automóviles lujosos, espantosamente caros y ostentosos. Suárez fue directa y amenazante: “Vamos a crear una ley para quitarle a los senadores todos los privilegios, porque esos sí que tienen privilegios”. Báez, de su lado, sobre un culebreante argumento jurídico, interpretó que la jugosa exoneración -para los honorables- constituía ya un “derecho adquirido”.
Para no quedarse atrás, o evadirse de la ambivalencia moral del resto, otra diputada joven, recién electa (FP), enjuiciaba lo conveniente que acaso fuera “colocarle un tope de sólo 150 mil dólares para el uso de ese derecho.”
Y es que, cuando de tocar sus privilegios se trata, el asunto pasa a mayores. Elpidio Infante, diputado por La Vega (PRM), al enterarse del “plan de los senadores”, recordó el monto elevadísimo y abultado de las declaraciones juradas de los susodichos, puesto que, entre los colegas del país, “son ellos los más ricos…” Sea como fuere, el negocio lucrativo de las suntuosas exoneraciones reitera un círculo repetitivo y vicioso: vehículos de alta gama, vendidos al mejor postor, sin tapujos ni vergüenza, por cada legislador.
Fuera de latitudes ideológicas y talante personal de contadas figuras, el nuestro parece ser el único país de la región donde, de manera tan infecunda y extravagante, se agasaja con iguales canonjías a ciudadanos que, por mandato constitucional, antes que nada, les corresponde representar, elaborar leyes y fiscalizar. Y si es que existe alguna nación similar, dudamos que los congresistas puedan batirse, en el ruedo público, enrolando una causa tan insolente, grosera y desconsiderada.
Atónitos y perplejos, quienes batallan en aras de deponer los cuantiosos privilegios legislativos, volvieron a soportar la destemplada justificación y el desagradable chanchullo de una gracia fiscal que, encima del descaro, a la población le cuesta demasiado. A parte del cortejo odioso de prebendas y privilegios obscenos, la discordia de los honorables revalidó la hechura -probada- de su cachaza política, rayana en el irrespeto, el sarcasmo, la burla. Increpados por todos los flancos, todavía impermeables a la crítica y a la reprimenda generalizada, pocos se contuvieron cuando, casi a unanimidad, formaron filas abiertas con el cinismo de la defensa común; de la aprobatoria complacencia.
De momento aconteció, por el calor de la refriega, desprovista de cualquier empacho y pudor, que la disputa giraba en torno a cuál de los hemiciclos acusaba peor situación. Como si elucidaran cuál de las dos cámaras fuese más desfachatada y pródiga en marrullerías, proventos y dádivas.
Éticamente de bruces, ante una sociedad cada vez menos tolerante a las tropelías de sus representantes, los legisladores no entendieron que tales bufonadas guardan límites de caducidad y fecha de expiración. Y aunque les haya resbalado el reproche social y la desaprobación completa, tampoco ignorarán que en política como en la vida, tarde o temprano, la dicha termina y hasta la pócima más amarga se agota.
La flemática resistencia de los legisladores, sin reservas, repitió un despliegue teatral de majadería indecente, desentonadamente hipócrita…