En días recientes, el Tribunal Constitucional declaró inadmisible una acción directa en inconstitucionalidad contra la décima disposición transitoria de la carta sustantiva. Se imantó con la TC/0352/18, la cual, a su vez, hizo suya la ratio decidendi de una sentencia de la Suprema Corte de Justicia de nada menos que de 1995: “Las disposiciones de la Constitución no pueden ser contrarias a sí mismas”.

Lo diré una vez sin necesidad de repetirme: es insensato aspirar a que el derecho positivo tenga el mismo sentido. Como reflejo de la voluntad estatal en un determinado momento, el operador está llamado a adaptarlo a la horma de las circunstancias predominantes en este mundo en vertiginosa transformación, no a la inversa, como aboga el positivismo devaluado.
De ahí que más que una opción, oxigenarlo con valores y principios superiores es una necesidad. Penosamente, al considerar que el examen de constitucionalidad está reservado a leyes, decretos, reglamentos, resoluciones y ordenanzas, el supremo intérprete de ordenamiento fundamental del Estado enrocó su art. 185.1 en una posición inmovilista.
Peor todavía, esa interpretación mansa y acrítica mantiene a dicho colegiado –al menos en cuanto a la aplicación de la norma en cita- en la jaula de la exégesis decimonónica. Alba Luisa Beard Marcos, sacerdotisa del derecho, se expresó en desacuerdo con el criterio adoptado la mayoría de sus pares, emitiendo un voto disidente cuyos fundamentos pesan una tonelada.
Desplazando el centro de gravedad del análisis del surco literal del art. 185.1, señaló que ningún órgano público puede sustraerse de ella, incluido el reformador derivado, cuya atribución está condicionada a las formalidades que la propia Constitución prevé.
Condenó el enfoque cerrado que del referido precepto hizo la corporación de la que forma parte, y que apenas sirve para eludir “su rol de guardián de los valores y principios fundamentales del orden constitucional… La solución no puede ser la inadmisión automática”. Beard Marcos coronó con este reparo afilado como un diamante: “El control constitucional no puede rehuir su deber de garantizar que toda norma, incluso las disposiciones contenidas en el propio texto constitucional, se interpreten de manera coherente con los fines superiores del Estado”.
Semejante posición asumió Manuel Ulises Bonelly Vega. Cosa bien sabida es, y no de ahora, que intangible es tan solo el acto fundacional, ya que el constituyente primario no está sometido a poder ni límites, por lo que órgano jurisdiccional alguno pudiera verificar la validez de su voluntad. De él emana, como autoridad preconstitucional y comisionada del pueblo, la atribución del constituyente secundario para modificar la Constitución.
Eso sí, no puede ser de tan largo aliento que altere su identidad o estructura básica. “Una reforma, correctamente definida, preserva la constitución de modo tal que su coherencia con el diseño vigente permanece intacto”, explica Richard Albert. Es lógico que así sea, pues como declaró la Corte Constitucional colombiana en su C-1200 del 2003, “no puede equipararse un acto de soberanía al ejercicio de una competencia atribuida por el soberano a un órgano”.
Lo que el órgano constituido habilitado hace es acoplar el supremo estatuto jurídico a los cambios sociales, económicos y políticos que apareja el devenir de los años, observando siempre a pie juntillas las agravadas reglas materiales y procedimentales. En palabras de Zagrebelsky, “el poder de revisión de la constitución se basa en ella misma”. Si se anulara la cláusula democrática o se produjera una ruptura con la unidad de la constitución que se revisa, la proclama sería radicalmente nula y, por ende, se impondría expulsarla del sistema jurídico. Pero, ¿qué órgano se asegura de que ello? Como adelanté, la TC/0407/25 se refugió en una teoría de 1995 de la Suprema Corte de Justicia, que desde la óptica del Tribunal Constitucional, ha atravesado el espacio y el tiempo siguiendo la misma trayectoria. Nada más irracional.
En el Estado contemporáneo, el control de la regularidad del proceso de aprobación tanto de las leyes como de las enmiendas constitucionales, es tal vez la más trascendental de las funciones de la justicia constitucional. Y es que únicamente así se asegura la legítima formación de la voluntad democrática en los actos que las cámaras legislativas, en ejercicio de sus atribuciones exclusivas y conjuntas, votan.
¿Qué el art. 185.1 constitucional no lista el texto supremo entre los revisables mediante acción directa? No de forma expresa, pero sí tácita, ya que la Constitución es una ley. Sí, la ley fundamental que organiza al Estado y regula el gobierno de la nación. Pero aún no fuese así, tampoco llevaría razón la TC/0407/25, porque para determinar el sentido o alcance de ese o cualquier otro precepto, la interpretación aislada resultase insuficiente.
La hermenéutica de la carta sustantiva se rige por una serie de principios especiales, como recuerda Beard Marcos en su disidencia, y de conformidad con el de unidad, cada una de sus normas debe relacionarse coherente y sistemáticamente con las demás. Como el constituyente derivado está obligado a cumplir, formal y materialmente, con las exigencias codificadas, no está marginado del ámbito de aplicación de los arts. 6 y 73 de la mismísima Constitución.
De ahí que la posibilidad de control no sea otra cosa que el contrapeso deliberativo del poder de reforma. Séaseme permitido poner esta hipótesis sobre la mesa: si la Asamblea Nacional Revisora estirara su autoridad y suprimiera el derecho a la vida, la libertad de expresión o trastornara la secuencia precisa de pasos conducentes a su enmienda, ¿mantendría el colegiado constitucional el mismo criterio?
A juicio de Richard Albert, “La protección de la democracia exige que las cortes salvaguarden la elección del constituyente originario, y que el poder constituyente derivado no vaya más allá de los límites popularmente aprobados y vertidos en la constitución”. Coincido con Beard Marcos en que, con base en el mencionado principio de unidad, nuestro colegiado constitucional es competente para pasar por su implacable aduana cualquier reforma si, entre muchas otras posibilidades, saltase los trámites formales.
Los retos democráticos claman por jueces que no esquiven el cumplimiento de los deberes que les han sido conferidos, y si he de decir verdad, esa teoría de que se ha abrazado el Tribunal Constitucional es el mejor aliciente para que el día menos pensado el constituyente derivado se envalentone y socave su integridad. Convendría no olvidar que allá por el 1951, el Tribunal Constitucional Federal alemán consideró “Que una disposición constitucional pueda ser nula e inválida, no es conceptualmente imposible solo porque sea parte de la Constitución”.
La TC/0407/25 no cierra el debate, sino que, por el contrario, lo reaviva, porque en definitiva, la admisión a trámite de una acción directa contra esta o aquella norma constitucional no es ningún atentado al orden democrático ni un desafío al titular del poder de reforma. Ojalá, pues, que nuestra sede constitucional abandone en una próxima ocasión esa perspectiva soberanista desde la que ha ponderado este asunto y, en su lugar, subscriba la doctrina de las reformas constitucionales inconstitucionales, catalogada por el eminente profesor Yaniv Roznai como “un triunfo de la democracia”.