El acoso escolar en la República Dominicana no es un hecho aislado ni una exageración de niños y niñas “sensibles”. Es una realidad latente, persistente y dolorosa que continúa siendo minimizada por muchos adultos que, por desconocimiento, comodidad o temor, prefieren cerrar los ojos antes que asumir su responsabilidad.
En muchos centros educativos del país, el bullying es tratado como un juego de niños, un “relajo normal”, o peor aún, como un problema que no existe “en este colegio”. Esta negación es una forma de violencia silenciosa que deja cicatrices profundas. Cuando maestros y directores ignoran las señales, no solo fallan como educadores, sino como garantes de la integridad física y emocional de los niños, niñas y adolescentes.
Muchos docentes no están preparados para abordar estas situaciones, y eso es comprensible. Lo que no es aceptable es que, ante su falta de herramientas, no deriven el caso, no activen los protocolos, no comuniquen a las familias y no soliciten apoyo profesional. La negligencia no es falta de capacidad: es falta de voluntad.
Lo más alarmante es que, en la mayoría de los casos, los padres se enteran por boca del propio niño o niña, cuando ya el daño está hecho. Llegan a casa con miedo, ansiedad, bajo rendimiento escolar, aislamiento y, en los casos más graves, pensamientos autodestructivos. Cuando la familia acude al centro educativo, rara vez encuentra respuestas claras. Lo que recibe son frases vacías: “Aquí no se da eso”, “No hemos visto nada”, “Vamos a estar atentos”.
Ese silencio institucional no protege a nadie. Al contrario, protege la impunidad.
Muchas de las riñas que estallan fuera de los planteles escolares no nacen en la calle, sino dentro de las aulas, donde el acoso se tolera, se minimiza o se ignora. La inobservancia de las señales de alerta convierte conflictos que pudieron ser tratados a tiempo en violencia que luego se traslada a las aceras, a las esquinas y a los barrios, donde ocurren tragedias que pudieron evitarse con una intervención oportuna.
Parece importar más la reputación de la institución que la vida emocional y, en ocasiones, la vida física de los niños y niñas. Se prefiere maquillar la realidad antes que enfrentarla. Y los desenlaces trágicos que ya hemos visto, dentro y fuera del país, son consecuencia directa de esa indiferencia adulta.
A los niños y las niñas hay que creerles. Hay que escucharlos. Hay que actuar.
No hacerlo debe tener consecuencias. Drásticas. La indiferencia también mata. Ignorar el acoso escolar es una forma de violencia institucional. Y no puede seguir siendo tolerada.
Hoy, el país debe decidir si seguirá protegiendo la imagen de los centros educativos o la vida de sus hijos e hijas. No se puede seguir fallando a quienes no pueden defenderse solos.