Si no fuera porque es cierto, el caso de Costa Dorada pasaría como un buen libreto de una divertida obra de teatro en la cual, los propietarios de una compañía tienen que demostrar que no le vendieron sus acciones a un muerto que, a su vez, le vendió a unos vivos.
La parte más risible de la comedia sería cuando el juez le dice a quienes han sido despojados de sus derechos, que ellos no tienen calidad para demandar en justicia la restitución de los inmuebles propiedad de la compañía, porque eso sólo lo puede hacer la misma compañía que ya no les pertenece.
Con mucha responsabilidad Listín Diario se ha hecho eco del caso y ha realizado las investigaciones de lugar, para sólo constatar que estamos frente a un ejemplo que evidencia la fragilidad jurídica que existe en el país.
Si el propio Estado dominicano fue víctima de un fraude en Bahía de las Águilas, en donde fue despojado de sus derechos inalienables sobre un área protegida, ¿qué no serán particulares que confían en la seguridad del sistema registral de la propiedad inmobiliaria?
Esta situación era entendible –y hasta explicable– décadas atrás, cuando los sistemas eran manuales y la custodia documental era frágil, lo que permitió que al amparo de esas debilidades se cometieran innumerables actos fraudulentos que supusieron el despojo de derechos de propiedad de los legítimos dueños de terrenos en La Altagracia, San Pedro, Samaná, etc. –provincias en donde se gestaba un desarrollo turístico playero con vocación inmobiliaria–, situación que sospechosamente se reproduce en el área de incidencia del proyecto Costa Dorada, en la provincia de Baní, amén de muchas otras “coincidencias”.
Este caso no debe verse como un hecho aislado de naturaleza privada; no, que para muestra vale un botón, y parecería que estamos frente a un modus operandi que supondría, necesariamente, la existencia de una estructura previa que opera de manera coordinada y protegida por la complicidad de las autoridades competentes involucradas en este proceso.
En este caso, el despojo de la calidad de propietario mediante actos jurídicos cuestionados ni siquiera puede ser debatido, porque el más elemental derecho a la defensa les ha sido negado a los accionantes en justicia a través de chicanas, incidentes y malabarismos jurídicos.
Aquí lo que menos importa son las partes envueltas, sino lo que el caso representa.
La pus que brota por la herida nos habla del avanzado nivel de putrefacción de algunas partes del cuerpo judicial, pues este caso muestra en toda su contundencia los males que le afectan, y también la fragilidad y precariedad del régimen de sociedades en el país; porque este fraude sólo fue posible con la participación activa de miembros de los sistemas de control intervinientes, la impunidad con que actúan los auxiliares de justicia, y la displicencia e irresponsabilidad con la que la Suprema Corte violenta los tiempos que rigen los procesos, en función de lo dispuesto por la ley.
En definitiva, de poco sirve hablar de desarrollo, inversión extranjera y crecimiento del turismo, si en nuestro país la propiedad privada -base fundamental de nuestro sistema capitalista- vale tanto como la firma de un muerto.