“Cada instante es irrepetible, una oportunidad única que no vuelve. En la bitácora de la vida, no hay copia al carbón”.
—Autor anónimo—
La escritora Irene Vallejo, en su artículo para el diario El País, “El cero y el infinito”, desmonta con lucidez la trampa de la mentalidad de suma cero: esa noción primitiva y temerosa según la cual, en todo conflicto o interacción, para que uno gane, el otro debe perder.
Esta visión, tan frecuente en tiempos de incertidumbre, no solo desfigura la política y las relaciones sociales, sino que ha contaminado también el debate migratorio en la República Dominicana, especialmente en lo relativo a Haití.
En nuestro país, hablar de la relación con Haití exige rigor, coraje y una claridad patriótica que no se reduzca a consignas o sentimentalismos.
La defensa de la soberanía nacional, del orden jurídico y del control migratorio no puede –ni debe– ser confundida con racismo o xenofobia. Tampoco puede justificarse la deshumanización, la brutalidad o la corrupción en nombre de la seguridad.
Vallejo nos recuerda que cuando los pueblos adoptan la lógica del “todo o nada”, la convivencia se degrada y la colaboración se percibe como debilidad.
En la frontera dominicana, los hechos son más complejos. El Estado haitiano, en colapso institucional, no ejerce control sobre su territorio ni garantiza servicios básicos a su población.
Esa realidad crea una presión migratoria constante y desordenada que no se resuelve cerrando los ojos, ni tampoco abriendo las puertas de par en par y sin criterio.
Controlar la frontera es una obligación del Estado dominicano. Hacerlo con métodos corruptos, como permitir el paso irregular de extranjeros a cambio de sobornos, no solo es una falla institucional: es una traición moral.
Un centinela que acepta dinero para vender la frontera no defiende a su país: lo entrega. Y al mismo tiempo, reprimir con saña, abusar del más débil o dejar morir a un ser humano sin asistencia es traicionar la otra cara del escudo: la que nos exige no perder la humanidad.
¿Es posible encontrar un equilibrio entre firmeza y dignidad? La respuesta está en la planificación estratégica, en una política migratoria ordenada y sin dobleces, y en una acción diplomática firme ante la comunidad internacional.
En ese sentido, el gobierno dominicano ha sido claro: no podemos ser Atlas, cargando sobre nuestros hombros el peso entero del colapso haitiano.
Nuestra responsabilidad tiene límites, porque también tenemos el deber irrenunciable de proteger los derechos, recursos y servicios de los dominicanos.
El país ha defendido el principio de corresponsabilidad en foros multilaterales: Haití necesita ayuda urgente, pero esa carga debe ser compartida por la comunidad internacional, no asumida en solitario por una nación que, aunque solidaria, tiene limitaciones económicas, demográficas y sociales.
Vallejo menciona la hospitalidad como un valor ancestral, pero también nos advierte de los límites cuando esta se convierte en caos o en excusa para la evasión de responsabilidades.
En nuestro caso, la hospitalidad sin ley ha generado barrios marginales, visibles e invisibles, explotación laboral, presión sobre servicios públicos, conflictos sociales y una percepción de inseguridad nacional que debe ser atendida con honestidad.
La solución no vendrá del odio ni del miedo, pero tampoco del abandono o la improvisación.
El desafío es diseñar una política migratoria dominicana que sea coherente, firme y humana; que preserve la identidad nacional sin caer en exclusiones injustas; y que entienda que defender no es odiar, y que ordenar no es maltratar.
Entre el cero y el infinito hay una patria que aún puede trazar su rumbo con dignidad.
No caigamos en extremos ni en discursos ajenos. Somos dominicanos, y desde esa certeza podemos –y debemos– construir una política fronteriza que no nos robe el alma ni nos deje sin nación.